domingo, noviembre 19, 2006

Universidad, 1984

Mis amigos Héctor, David y Ovidio que iban en un grado superior hacían guardia en las esquinas del corredor para evitar que el catedrático entrara a la clase y se diera cuenta de mis torpes actividades. Era un examen final de la clase de Retórica, donde me había ido mal a lo largo del curso. Entonces, tenía que ganarla a como diera lugar porque no estaba dispuesta a repetir la experiencia. Me fui a la última fila y saqué algunos apuntes para contestar las preguntas.

Ninguno de los compañeros se dio cuenta porque ellos, a su vez, sudaban para responder aquel galimatías. Cuando se inició el curso, el catedrático nos recibió con una falsa sonrisa y nos entregó a cada uno de una resma de papeles donde se anotaban los nombres y facultades de las figuras literarias, tema con el que iba a atormentarnos durante todo el semestre.

Más tarde iba a hacer otra serie de entregas, cada una más farragosa que la otra, y aunque he guardado algunos de los materiales universitarios, jamás he vuelto a ver aquellas hojas mal reproducidas y peor reunidas. Mi relación académica con la retórica comenzó de forma odiosa con el aguijonazo que me dio aquel primer fardo cuyas grapas sobresalían amenazadoras. Se infectó el pinchazo porque el dómine solía andar más bien mugriento y durante semanas entraba yo a clase evitando la cercanía del mentor.

En aquel momento pasaban ya diez años de la publicación de mi primer libro y no tenía grandes conocimientos de la retórica, aunque sabía que mi forma de escribir estaba muy alejada de toda preceptiva. Es más, había escrito y publicado en contra de todo lo establecido. Pensaba, y sigo siendo de la misma opinión, que la poesía medida y rimada había sido llevada a sus cotas más altas por los poetas del Siglo de Oro, y todo lo que vino después tratando de seguirlos era pura palabrería precocida.

El catedrático derramaba toda su labia y su grasa sobre las más jóvenes de la clase. Siempre fue conocido como un aspirante a Don Juan de séptima categoría; además, creo que me tenía un poco de temor. No me lo explico porque en general soy persona amable pero en fin, el tipo no se me acercaba y yo lo agradecía al cielo.

Pasé sin pena ni gloria por aquella clase donde me acechaban palabras tan misteriosas y alarmantes como epímone, hipócrisis, prodiortosis, homeoptoton, catástasis, antorismo, hipozeugma, topofesía, antimetábola y otras que me guardo para no herir sensibilidades religiosas, que todo el mundo tiene derecho a leerme en paz.

Ese primer día de clases firmé mi pena de muerte al decir en voz alta ‘homoteleuton, exutenismo, epiquerema…estos parecen nombres de enfermedad’. Y el pedagogo, echándome una mirada de furia puso el sello.

Por eso mis amigos hacían guardia durante el tiempo en que copiaba apresuradamente de mis notas a la hoja del examen. El profesor estaba al teléfono, donde otra amiga que no llevaba la clase lo mantenía al pegado al aparato con risitas, afectaciones y balbuceos pueriles. El ayudante que se había quedado cuidando a la clase era poco menos que fronterizo. Y por única vez en la vida gané una clase a puro trinquete.

Menos mal, al semestre siguiente apareció don Orlando Falla, maestro verdadero, quien nos quitó el terror que el infame y aceitoso profesor de retórica --en otra ocasión saldrá a relucir-- había instilado en nuestros cerebros.

2 Comments:

Blogger lu! said...

no puedo comprender poq eue hay maestros con los que te tenes que volver sumisa o ya deplano perdiste! ahhh siempre deteste a esa clase de gente y por eso perdí una clase de redacción!

Saluditos y espero más...

10:30 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Que recuerdos ¿verdad? En ocasiones pienso que hubiera sido un gran químico si hubiera tenido un buen profesor y no el loco que me asignaron para estudiar la table periódica como si fuera la tabla del 6.
Como siempre un placer leerle.

Saludos.

7:42 a. m.  

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