Amarillo rojizo
Debo haber tenido algo así como año y medio. El cielo, un cielo abierto, grande, era azul y carmesí a partes iguales. Brillaba dejando caer la luz en el prado, que a mí me parecía inmenso. El olor penetrante a flores de cambray lo impregnaba todo y en días como hoy me parece volver a sentirlo con la misma fuerza que en aquella tarde.
Mamá estaba cerca y decía algo sobre las plantas, el fin de la lluvia, los cielos altos y encendidos de noviembre. No teníamos mucho tiempo de habernos pasado a aquella casa que se alzaba pequeñita en medio de una manzana de terreno. Lejos de la ciudad que en esa época era poco mayor que un pueblo.
La ciudad es hoy una extendida mancha de construcciones y sorprende a cualquiera que viniendo de El Salvador dé la última vuelta del camino y se tope desde allá arriba con el Valle de la Virgen, con los volcanes Pacaya, Acatenango, Fuego y Agua en el horizonte, una línea aserrada que se extiende hacia el Norte con las montañas del Poniente.
Pero en el tiempo de la tarde arrebolada no conocía la ciudad ni sus tentaciones y tenía pocas referencias del entorno como no fueran esos cielos inmensos y profundos, las algodonosas nubes apelotonadas en tiempos de lluvia, listas a explotar en grandes rayos que cortaban la atmósfera dejando su peculiar olor de ozono en el ambiente.
A veces, poco antes de acostarme mamá me llevaba al jardín y me mostraba el cielo. Apenas si había casas por aquel rumbo y las constelaciones brillaban sin que nada pudiera impedirlo. En ciertas noches la Luna se deslizaba lentamente por el cielo y su lechoso resplandor teñía de pálido rubio las nubes que se atrevían a cruzarse por su camino.
Mi mundo era reducido y gigantesco a la vez: mis padres, mi hermano mayor, dos tíos maternos y los abuelos que vivían en Guatemala; los prados inagotables y los cielos abiertos del lugar donde vivíamos, las bandadas de pájaros, el rumor de algunos árboles movidos por el viento. Los abuelos y los tíos y los primos de Chichi no formaban parte de mi vida en ese tiempo.
No había jardines; unos cuantos arriates que rodeaban la casa de los que mamá cortaba las hojas de geranios con las que a veces perfumaba las limonadas. Después de esa tímida barrera civilizatoria, surgía el prado silvestre donde quizá pastaron vacas luego de que los árboles de encino fueron talados para usarlos como leña y carbón. Los linderos estaban marcados por alambres de púas.
Escucho a mamá hablando de las ovejitas color naranja que van comiéndose los últimos rayos del Sol, del nombre del lucero de la tarde, del color plata de las colas de zorro. Se me mezcla el olor de la piel de mi madre con la fragancia de la tierra arrastrada por el primer viento frío que anuncia la llegada de la noche.
Tonalidades en el cerebro de esta mujer que soy, aislada a veces en sus recuerdos. No me resulta fácil pensar en estas cosas sin ponerme a llorar.
Mamá estaba cerca y decía algo sobre las plantas, el fin de la lluvia, los cielos altos y encendidos de noviembre. No teníamos mucho tiempo de habernos pasado a aquella casa que se alzaba pequeñita en medio de una manzana de terreno. Lejos de la ciudad que en esa época era poco mayor que un pueblo.
La ciudad es hoy una extendida mancha de construcciones y sorprende a cualquiera que viniendo de El Salvador dé la última vuelta del camino y se tope desde allá arriba con el Valle de la Virgen, con los volcanes Pacaya, Acatenango, Fuego y Agua en el horizonte, una línea aserrada que se extiende hacia el Norte con las montañas del Poniente.
Pero en el tiempo de la tarde arrebolada no conocía la ciudad ni sus tentaciones y tenía pocas referencias del entorno como no fueran esos cielos inmensos y profundos, las algodonosas nubes apelotonadas en tiempos de lluvia, listas a explotar en grandes rayos que cortaban la atmósfera dejando su peculiar olor de ozono en el ambiente.
A veces, poco antes de acostarme mamá me llevaba al jardín y me mostraba el cielo. Apenas si había casas por aquel rumbo y las constelaciones brillaban sin que nada pudiera impedirlo. En ciertas noches la Luna se deslizaba lentamente por el cielo y su lechoso resplandor teñía de pálido rubio las nubes que se atrevían a cruzarse por su camino.
Mi mundo era reducido y gigantesco a la vez: mis padres, mi hermano mayor, dos tíos maternos y los abuelos que vivían en Guatemala; los prados inagotables y los cielos abiertos del lugar donde vivíamos, las bandadas de pájaros, el rumor de algunos árboles movidos por el viento. Los abuelos y los tíos y los primos de Chichi no formaban parte de mi vida en ese tiempo.
No había jardines; unos cuantos arriates que rodeaban la casa de los que mamá cortaba las hojas de geranios con las que a veces perfumaba las limonadas. Después de esa tímida barrera civilizatoria, surgía el prado silvestre donde quizá pastaron vacas luego de que los árboles de encino fueron talados para usarlos como leña y carbón. Los linderos estaban marcados por alambres de púas.
Escucho a mamá hablando de las ovejitas color naranja que van comiéndose los últimos rayos del Sol, del nombre del lucero de la tarde, del color plata de las colas de zorro. Se me mezcla el olor de la piel de mi madre con la fragancia de la tierra arrastrada por el primer viento frío que anuncia la llegada de la noche.
Tonalidades en el cerebro de esta mujer que soy, aislada a veces en sus recuerdos. No me resulta fácil pensar en estas cosas sin ponerme a llorar.