jueves, diciembre 28, 2006

Estudio en carmelita

En el Museo del Prado hay un cuadro del pintor francés Sèbastien Bourdon que podría ser considerado un extraordinario estudio en carmelita. Se trata del retrato ecuestre que el artista barroco le hizo a la reina Cristina de Suecia. La joven gobernante, a caballo, acompañada por un halcón y varios perros de caza aparece en primer término. En segundo término, un halconero ostenta en la camisa el único blanco que hay en el lienzo. En el retrato, Cristina luce un elegante vestido de seda cuyas luces dan idea de suntuosidad. El caballo se alza oscuro sobre la tierra, apenas un poco más clara y hasta el azul del cielo se vuelve sombrío por los tonos marrones que ostenta.

Cristina fue hija del rey Gustavo Adolfo Vasa, --enemigo acérrimo del catolicismo, que participó con denuedo en la Guerra de los Treinta Años-- y su mujer, María Eleonora, de la casa alemana de los Hohenzollern. Se ha escrito mucho sobre el rechazo de la madre hacia su hija recién nacida porque no fue varón, ni hermosa. La historia de muchas mujeres, sangre real o no, comienza con el rechazo de los progenitores por causa de su sexo.

La generación de mis padres sufrió el impacto de la interpretación de la reina Cristina que llevó a cabo su compatriota Greta Garbo, siempre hierática y congelada, pero bella. En todo caso, la idealización hollywoodense se desbarató muy rápido en casa porque mi padre encargó para mi madre, en la librería de Tuncho Granados, una biografía de Cristina.

Creo que la semblanza era del Marqués de Villa-Urrutia y leyéndola descubrí, años más tarde, cómo el rey Gustavo hizo educar a su hija con el mayor cuidado del mundo, otorgándole una educación ejemplar, orientándola hacia el conocimiento, pasión que Cristina habría de sentir toda su vida. Cristina de Suecia y Catalina la Grande de Rusia son dos seres que llamaron mi atención en la niñez, ejemplo de tenacidad y fortaleza, y de cómo pueden aspirar al triunfo las mujeres que han tenido la suerte de educarse desde niñas.

En nuestros días es más conocida la historia de Catalina la Grande, sin duda porque en las pantallas su compleja historia amorosa se presta a mayor explotación, pero la historia de Cristina de Suecia no desmerece ni puede olvidarse ahora que las mujeres comenzamos a recuperar el terreno perdido durante tantos milenios de patriarcado. La Biblia y el Código Napoleónico pueden consultarse en caso de duda.

Los personajes que la rodearon dieron luces y sombras a la vida de la soberana: Axel Oxenstierna, su canciller; Magnus de la Gardie, tal vez el primer hombre que le atrajo; don Antonio Pimentel de Prado, el embajador español de quien se enamoró perdidamente; el cardenal Dezio Azzolino a quien dirigió ardientes cartas de amor --infructuosas según él-- cuando, habiendo abdicado en favor de su primo, y tras su conversión al catolicismo, fue a vivir al Vaticano.

Otro retrato de Cristina a los 41 años la muestra gorda, bajita y con una falda corta muy extraña para la época. La antítesis de la pintura de Bourdon. Hablando sobre su desinterés hacia el matrimonio y acerca de las vidas de las monjas y las casadas escribió: ‘Mi temperamento es enemigo mortal de este espantoso yugo, que no acepto, así me convirtiera en soberana del mundo. ¿Qué crimen han cometido las mujeres para ser sentenciadas a la triste necesidad de vivir toda su vida encerradas como prisioneras o esclavas?’.

Cristina murió a los 63 años. Sus restos reposan en la Grotte Vecchie, en la nave central de la Basílica de San Pedro en Roma. Juan Pablo II fue enterrado a su lado.

jueves, diciembre 21, 2006

Las galletas y los días

Días antes del 31 de octubre mi amiga Dorothy llamaba para recordarme que había que comenzar a hornear. Armada de miel, almendras, frutas cristalizadas y harina iba a su casa para comenzar el ciclo. Pasábamos una tarde entera amasando y horneando, platicando y sacando de la cocina a las niñas, que querían comerse buena parte del material de las primeras galletas navideñas.

Dorothy había ingresado en nuestra vida unos cuantos años antes. Nos gustaba ir de visita a Palo Alto, una granja que quedaba entonces fuera de la ciudad, en el kilómetro 16 de la carretera a El Salvador. Los domingos por la tarde subíamos al carro y nos encaminábamos a la casa de los Solé para tomar la refacción. Un día, mientras batíamos el chocolate en la cocina, Luisa me contó que Pedro, el hijo mayor que estudiaba su doctorado en Estados Unidos, había anunciado su intención de casarse con una neoyorquina.

Luisa fue siempre una mujer encantadora con la sonrisa presta; pero esa tarde en su rostro se marcaba un gesto que le desconocía; estaba preocupada. La novia de Pedro no sólo era gringa, sino judía. Los Solé se han caracterizado siempre por su apego a la religión católica y están entre las personas más buenas y abiertas del mundo, pero a finales de los cincuenta, una desconocida neoyorquina judía... mmm.

Para más inri, Dorothy --porque de ella se trataba-- había viajado por Europa, sola. Ustedes no pueden saber lo que entonces sucedía en Europa en el imaginario de los guatemaltecos. Era ese lugar con playas nudistas sobre el mediterráneo donde las suecas, esas mujeres que hacían el amor sin estar casadas, iban a buscar a los pescadores italianos o españoles para acostarse con ellos. No viene de entonces el término latin lover, pero en aquel tiempo tomó más fuerza.

Eran los años en los que los hombres, para convencer a sus novias, utilizaban el discurso de lo liberadas que eran las suecas. Luego de escuchar ese argumento, las novias se preparaban a dar una bofetada. O tal vez no.

Encima, Pedro cometió la locura de casarse en Estados Unidos en una ceremonia poco elaborada; imagino que la pareja deseaba librarse de todo el relajo del agobiante vestido de novia, la lista de invitados, la recepción posterior. Sobre todo, en Nueva York existía la posibilidad de un rito religioso diferente, que dejara satisfechos al católico y a la judía.

El doctorado y el casamiento se sucedieron y la pareja vino a Guatemala. Dorothy y yo hicimos muy buena amistad desde entonces y si no pudimos terminar de criar niños juntas fue porque Pedro obtuvo extraordinarios empleos fuera de Guatemala y la familia viajó por diversos países americanos y europeos. Para mi alegría, retornaban a veces, como los diplomáticos, a enraizarse en Guatemala por unos años.

Las leckerli son unas galletas deliciosas cuya receta se origina en el centro de Europa. La familia de Dorothy las había horneado, durante generaciones, a su propio estilo. Así aprendí a hacerlas, comenzando con una olla donde se hierve la miel, se añade azúcar y luego frutas confitadas y almendras a discreción.

En su hechura es muy importante el olfato: la receta dice tanto de canela, tanto de pimienta gorda, tanto de clavo, una pizquita de nuez moscada. Pero las especias tienen sus caprichos y la nariz es la única que dice la última palabra. Hay que agregar más, y no siempre lo mismo, para obtener el olor adecuado.

Al quedar listas, las galletas tienen que guardarse en botes herméticos, con trocitos de manzana bien distribuidos entre ellas. Les dan humedad y un sabor y olor característicos. Por Navidad ya están suaves y a punto para comerse.

Cada año, cuando saco las primeras leckerli de los botes para saber cómo quedaron, Dorothy se presenta ante mí como era en aquellos días de galletas, niños y viajes al Pacífico o a Atitlán. Cuestiones que se entienden en el lenguaje de la amistad.