martes, octubre 23, 2007

Escriba sobre nosotros, 2004

Cuando mi hija Sylvia tenía un año, me asaltó un pensamiento ominoso: ¿qué voy a hacer para criar bien a esta niña? Yo era muy joven y por supuesto, no sabía gran cosa. Había leído mucho, y llevaba seis años trabajando en un periódico, pero mi desconocimiento sobre la forma de educar a un hijo me producía vértigo.

En aquel momento pensé que no había nada que la verdad y la libertad pudieran empañar y tomé una decisión heroica diciéndome ‘nunca voy a mentirle a esta niña y la criaré con la mayor libertad que sea posible’.

Resultó que a la vuelta de los años crié no una sino tres niñas con aquella divisa: libertad y verdad. Libertad, por supuesto, con la dosis razonable de orden que necesita una vida cualquiera. En cuanto a la verdad, es cierto que en algún momento dije algunas mentiras blancas de las que aún me avergüenzo y que se irán conmigo a la tumba, no porque sean terribles sino porque son estúpidas. Y es la estupidez es casi tan innoble como la crueldad.

No me fue mal con aquella decisión tomada con una lucidez que hoy me parece asombrosa. Por el contrario, pienso que pocas madres habrá en este mundo que se hallen tan satisfechas con sus hijas.

La cuestión es que ahora, años más tarde, vuelvo a hallarme despierta hacia las dos de la mañana pensando en cuál será la mejor forma para criar niños y adolescentes en estos tiempos.

A finales de los años sesenta había utopías en el mundo. Fue la época de las grandes acciones libertarias y movimientos masivos que condujeron al final aunque fuera formalmente-- de la discriminación por razones de piel. Se sembraron las semillas para otras reivindicaciones. Cobraron auge mundial los movimientos feministas –aunque aún haya mujeres condenadas a la lapidación en los países más salvajes.

Criar hijos en los sesenta y en los setenta fue trabajo sencillo comparado con el terreno minado por el que caminan los padres de hoy, atrapados por un mundo que naufraga por la rapiña, la voracidad y el egoísmo como paradigmas de vida.

La fe iluminista en la razón, que se encargaría de resolver todos los escollos del mundo no ha justificado sus postulados. La ciencia, desde entonces sustituto de la divinidad, ha logrado avances portentosos, y parecería que hubiéramos vencido a ciertas amenazas para la vida humana, pero igual hemos abierto las puertas a otras hecatombes. Digo Hiroshima y Nagasaki y todos me comprenden, sin necesidad de invocar guerras bacteriológicas, conflictos por la anunciada clonación de seres humanos, inseguridad ante los alimentos transgénicos, etcétera.

Hemos ido a la Luna, y soñamos con vivir en Marte. No todos, por supuesto. Apenas unos cuantos poderosos que podrían escapar a la destrucción masiva por la imparable destrucción de los recursos naturales. Hemos ido al espacio, repito, pero hay millones de seres humanos que viven sin agua, en hambruna y enfermedad, sin esperanza. Y todo esto sucede cuando los hombres más poderosos son dueños de una riqueza como jamás la hubo en la historia humana.

Escriba sobre nosotros, dijeron mis nietos a principios de la Semana Santa, mientras nos asábamos en Likín. Y pensé que tenían razón, que jamás he escrito sobre el placer que me produce su presencia en el mundo, su variedad de pieles, el repertorio de sus gustos musicales, la facilidad con que van de la más pura alegría al enojo más deplorable.

Unas semanas antes, Cristina y Alejandro me habían preguntado cuál era la finalidad de la vida. Pensé que se trataba de la eterna interrogación sobre de dónde venimos y a dónde vamos. Pero la realidad era otra. Detrás de la pregunta inicial venía una serie de demandas sobre cómo llenar el vacío de sus vidas. El vacío de las vidas de casi todos los adolescentes de la tierra que viven la cultura occidental.

Los jóvenes, bien lo sabemos, son influenciables. Desde los medios de comunicación, los reclamos publicitarios y los temas light ofrecen los falsos paraísos de la moda, del consumo, del alcohol.

Durante su vida los adolescentes de hoy casi solo han sabido de la infame adoración del dinero y de las cosas. Y no logran articular mentalmente a estos falsos dioses con la violencia que produce el deseo de ser como los ricos y famosos, y tener carros veloces, y drogas y objetos suntuosos.

Escriba sobre nosotros, dijeron mis nietos en la Semana Santa, y aquí me tienen, a deshoras, escribiendo sobre ellos y sobre todos los jóvenes occidentales a quienes hay que criar en este mundo árido, artero y emponzoñado por las peores características que poseemos los humanos.

martes, octubre 09, 2007

¿Palacio Nacional?

Cuando el Palacio Nacional fue abandonado durante el gobierno de Arzú, hubo razones para ello. La principal, saltarse a la torera los --para aquel presidente-- molestos espectáculos humanos: los grupos de ciudadanos que llegaban a la Plaza de la Constitución a protestar por cualquiera de las muchas causas por las que hay motivos para protestar en este país.

Fíjense bien que digo evitar la visión de los protestantes de turno, no necesariamente atenderlos. No cabe duda que es difícil vivir en una casa frente a la cual, todos los días, se aglomeran los acreedores.

Además, la burocracia ya no cabía.

De aquel Palacio, el verde guacamolón de la expresión popular, que ostenta en su fachada las señales de los disparos de la fusilería o de los tanques de un dieciocho de julio, poco quedaba por dentro. Sus estancias, --concebidas lujosamente con maderas talladas en las paredes, con artesonados dignos, ventanerías y puertas ornamentadas-- habían sido convertidas en ratoneras multiplicadas mil y una veces para acomodar a los recomendados de turno, y los baratos vidrios grises, las armazones improvisadas cubiertas de pintura de aceite proliferaban.

Como nunca tuve motivos o privilegios para ingresar a las terrazas y torreones en los que gobernaban los militares, desconozco qué había en esos espacios. Pero habiendo sido durante décadas reportera de los ministerios que albergaba el Palacio, conozco el Palacio y fui testiga de cómo evolucionó su cáncer interno, esos habitáculos infames que menguaron la estética del lugar.

Pero quedaban con su diseño intacto, además de los techos y las paredes forradas en madera, los pisos de parquet más o menos conservados, los despachos del presidente, de los ministros. También el salón de banquetes, con los vitrales de Urruela, los cielos mudéjares; y las pinturas de Gálvez Suárez en los muros que rodean las escalinatas principales.


De manera infortunada el Palacio sufrió la afrenta de haber sido rebautizado de una manera cursi: le agregaron el pegote ‘de la cultura’, uno de los actos más ridículos e innecesarios.

A veces se habla del retorno de los burócratas al Palacio. Pero hay cuestiones evidentes y molestas: la peor es una especie de brassière de tamaño en verdad descomunal, situado aun por encima del tercer piso y que cubre el patio oriental. Ese armatoste de tela blanca cubre --dichosos los ángeles que no lo ven-- el cursi monumento a la paz.

Que tengamos un monumento a la paz constituye, por el momento, la hipocresía más grande del gobierno que lo levantó y los que lo han aguantado; que sea un adefesio es cuestión de falta de cultura de los gobernantes. Que hasta los diplomáticos se vean obligados a acudir ante esa naquería ya es una exageración incluso para este país de opereta.

Me ha tocado ir, en el Palacio Nacional, a la sede de la Dirección de Culturas y Artes --otra expresión poco afortunada, inspirado en la corrección política, la misma hipócrita que inventó eso de los daños colaterales-- y he observado las desventuras palaciegas de sus ocupantes, que no encuentran instalaciones adecuadas para los equipo de oficina, --silvestres computadoras e impresoras-- o que suben y bajan a pie las porque los bellos ascensores de época no han funcionan.

A veces, en días de lluvia he notado hermosas filtraciones en los aposentos del tercer piso. Quién sabe qué otras reparaciones requiere el buen Palacio Nacional.

Sobre todo, es preciso que vuelva a utilizarse para determinados actos. Entregar el Premio Nacional de Literatura en una galera del Parque de la Industria, o la Orden del Quetzal en una sala de hospital ya es muestra de una incultura generalizada. Así andamos.