jueves, octubre 09, 2008

Monteforte

Lo conocí personalmente en los años ochenta, cuando regresó a Guatemala, luego de haberse instaurado aquí la democracia formal que no despega ni con canciones porque sí, mucho éxito macroeconómico, pero la pobreza nos ahoga, asunto que le debemos casi enteramente a la oligarquía, pero también a las recetas de los organismos financieros internacionales, cuyas fórmulas han variado sin que la crema de la crema nacional se haya dado por enterada.

Venía Monteforte de su autoexilio en México, pero le había dado la vuelta al mundo en varias ocasiones. De hecho, cada vez que la posibilidad de un viaje asomaba, hacía rápidamente su maleta. Durante varios años viajamos juntos a conferencias y festivales literarios, de manera que tuvimos suficiente tiempo para hablar de todo, sin que nos interrumpieran con sandeces.

Mezclábamos nuestros particulares asombros ante la pobreza intelectual de los tiempos. Nos pasmaban las casas despobladas de libros que proliferan en la actualidad, donde los cuadros -—difícilmente se les puede aceptar como arte—- que cuelgan en sus paredes han sido escogidos porque hacen juego con la alfombra o con el tapizado de los muebles.

Y aunque hablábamos mucho de literatura, de escritores, de pintores, me gustaba empujarlo a que hablara de sus viajes, de sus amigos, de las familias guatemaltecas que vivían en las ahora abandonadas casonas de la zona uno. Las anécdotas de Mario eran fabulosas, y me admiraba su capacidad mimética para adoptar voces y mohines con los que aderezaba sus relatos.

Me gustaba cocinar para él, soberano absoluto de la palabra y los relatos en algún grupo pequeño y familiar. Aun cuando en los últimos años de su vida había cambiado sus hábitos alimenticios, no desdeñaba un trozo de quiche lorraine o de cualquier otro alimento igual de contundente pero apetecible.

Mario pertenecía a una especie en vías de extinción. A esa variedad pertenecían mi padre y un buen número de sus compañeros de El Imparcial. Cuando entré a mi vez a ese diario, encontré a una serie de periodistas irrepetible. Eran intelectuales de verdad. Tan solo uno, entre ellos, había pasado por las aulas universitarias. Pero el que no fueran académicos no impedía que poseyeran una cultura inmensa, universal.

Mario pertenecía a esa estirpe que parece agonizar entre los oropeles del mercado y sus secuelas de ignorancia. Sin duda porque con él me era fácil retomar las conversaciones que se truncaron cuando mi padre murió, cuando desaparecieron sus colegas de El Imparcial, me aficioné a su trato. Poseía una vena irascible a la que le hice muy poco caso y que aprendí a eludir con ligereza.

Mis hijos, me dijo una vez en un avión de regreso a Guatemala, deben pensar en mí como en un dinosaurio, como algo muy raro. Son exitosos en términos económicos y debe parecerles incongruente un hombre como yo, que no posee nada excepto libros y cuadros.

Veníamos de una ciudad en cuyo aeropuerto varios académicos europeos se habían fotografiado a su lado, como si quisieran que se les pegara algo de su genio, de su claridad de pensamiento, de su arrojo para lanzarse a las más fantásticas empresas a pesar de su edad avanzada.

Me costó mucho llanto la enfermedad que se lo llevó de este mundo, y rehusé tercamente —-negación, dicen los psicólogos-— acudir al acto en el que sus cenizas fueron derramadas en el lago de Atitlán.

Pero en días como este, cuando la torpe claridad de las cinco de la mañana da paso a una luz celeste y fría, venida del norte con el viento que despeja el cielo de los nubarrones y la lluvia, mis seres queridos parecen descender al balcón de la biblioteca.

Y esta mañana ha sido Mario, asombrosamente joven -—como cuando fue presidente del Congreso, en una era fresca y lozana para el país—- y estaba acompañado de una mujer, joven también, de pelo rubio y ojos verdes. La princesa Yolanda de Italia, sin duda; la mujer que le robó el seso cuando apenas era un niño y vio su fotografía en una revista. Juntos, finalmente. Tomados de la mano se perdieron entre la luz del día.