domingo, julio 08, 2007

Ganar un hermano

Nos mudamos a la 13 Calle ‘A’ de la zona 1 cuando acababa de cumplir los cinco años. En ese tiempo, aquel espacio se llamaba Callejón Aurora y era un lugar tranquilo, cuya calle empedrada nos permitía por ejemplo, allí donde las piedras habían sido arrancadas por las correntadas del invierno, un espacio para jugar cómics, como se llamaba aquello de tirarte al suelo, medir el terreno y disparar un cinco hacia el cinco del adversario para chocarlo y hacerlo tuyo.

Mi madre había abierto un negocio en la Avenida de San José, a dos cuadras de la iglesia del mismo nombre, y pasaba todo el día afanada allí, entre costales de azúcar, de sal, las latas de manteca de cerdo, las latas de los fósforos suecos -–no se fabricaban fosforos todavía en Guatemala-- las cargas de panela, el maíz, el arroz y el frijol. Unas cajas con jabón de coche de diversos tamaños, velas de parafina o de cera.

Era un negocio para ventas al por mayor, pero los vecinos insistieron, y una procesión de indígenas que pasaban de regreso a sus pueblos, especialmente los carboneros de San José Nacahuil, insistieron aún más. Mamá no pudo negarse, y fue mal vista por los tenderos del barrio porque vendía más barato. Dedicaba muchas horas a medir y empacar para que todo fuera exacto. Cerraba a las siete de la noche y al menos tardaba media hora en llegar a casa. Ese horario nos daba grandes libertades a mi hermano y a mí.

Habíamos dejado el pasaje de la novena avenida donde había niñas con quienes jugar. En el callejón no había una sola niña y mi opción, entonces, era integrarme a los juegos de los varones. No querían, por supuesto. Eran todos como de la edad de mi hermano Ricardo que me lleva cuatro años y no deseaban que una mujercita les arruinara, con los melindres que suponían que yo tenía, sus juegos de hombres, sus conversaciones de hombres, su esencia de hombres.

No, porque cuando te agachás se te ven los calzones, me dijeron entre risas y burlas cuando les dije que quería jugar con ellos. Entré en la casa echando chispas y aprendí a ser hipócrita. ¿Y para qué quieres pantalones? preguntó mi madre asombrada. Porque cuando me pongo a pintar en el suelo se me arruinan las rodillas, respondí con la más meliflua voz que pude simular.

Cuando nací, mi abuela decretó que me cubrieran del sol, porque era morena. Hay que advertir que mi abuela materna había nacido en el siglo XIX, cuando la blancura era una de las cualidades más apreciadas en las mujeres hermosas. Entre el consejo de la abuela y una tifoidea que me dio y sus secuelas, ante de los dos años, para protegerme de los chiflones y de la luz, usaba una especie de piyamas de franela que mamá le encargaba a la modista; pero en eso apareció Shirley Temple en el cine y me cambió la vida. Mamá se sentó a coserme ella misma, a mano, unas réplicas exactas de los vestidos que la actriz usaba en sus películas y le dio por ponerme agua de linaza y unos rulos en el pelo para que fuera igualita a la niña del celuloide.

De manera que cuando llegamos al Callejón Aurora vestía como la niña más repipi, sabía cómo estirarme los vestidos de lino para que no se arrugaran al sentarme, de qué manera tenía que doblar las manos en el regazo, cómo debía cruzar los pies, por qué no debía ensuciarme las manos ni raspar los zapatos, pedir por favor, dar las gracias, comer con toda compostura. No me chorreaba cuando comía helados y me deslizaba sobre el suelo con la gracia de una gata de raza fina. Había heredado la sonrisa de mi madre y la usaba porque siempre he sido alegre. Eso sí.

No me extraña que mi hermano y sus amigos desconfiaran de mí. Pero como había logrado convencer a mi madre, ya usaba pantalones vaqueros y salí desafiante. Me agaché, les mostré el culito bien resguardado por el denim y los reté a echarme del juego, que en ese momento era justamente de cincos, y cuya simple teoría había aprendido viéndolos desde la ventana de la sala.

Un niño, moreno y chaparrín, con un mechón rebelde cayéndole sobre los ojos que chispeaban me defendió: déjenla jugar, muchá, a ver qué puede hacer. No fue mucho lo que hice, ciertamente, y a lo mejor perdí la mayoría de cincos que mi padre me había comprado en La Juguetería una tarde que habíamos ido de compras. En algún momento del juego, de refilón, recibí el puñetazo que uno de los Lazo le lanzó a Ponchín Fernández y Meme, que así se llamaba el morenito chispudo, se lanzó sobre los que se reían de mí porque me brotaba sangre de la nariz.

Así gané un hermano para siempre. Era el menor de una familia que vivía en el Callejón Variedades, y desapareció de mi vida, y del escenario nacional años más tarde, cuando durante el gobierno de Lucas, los militares articularon una operación para matarlo. Meme murió acribillado en una calle de la zona 9. Una foto de Lulú, su hermana, abrazando el cadáver, lo dice todo.