viernes, julio 19, 2013

Miedo en la noche

Mi padre fue invitado a recorrer Estados Unidos de costa a costa en compañía de periodistas de otros países latinoamericanos, imagino que como parte de algún plan de relaciones públicas por la Segunda Guerra Mundial.  Cuando partió, mi madre estaba llegando al final de su tercer embarazo y aunque le había ofrecido a mi padre que iría a un hospital a tener el niño, la verdad es que llamó a una comadrona que en ese momento tenía un gran prestigio en el país. Mi hermano mayor y yo habíamos nacido en centros hospitalarios sin contratiempo alguno y mamá muy confiada en su salud, arregló todo en secreto para que el niño naciera en casa. Siempre había la oportunidad de salir rápidamente en carro en dirección de un centro que entonces se llamaban casas de salud, si surgía alguna complicación.

Guerrita, el chofer, estaba presto con su automóvil para hacer el traslado, de ser necesario. No sé cuántos automóviles había en Guatemala, pero todas las calles eran de doble vía y en cada cuadra podían encontrarse dos o  tres automóviles, así que no había temor de atascos, ni de que el parto sucediera a bordo de un auto. Claro que yo desconocía todo aquello.

El 12 de septiembre había cumplido años yo, y mamá había mandado a hacer un pastel impresionante en la pastelería de Monsieur Simon. Siempre los preparaba ella, pero aquel vientre le pesaba, la cansaba horrores y por primera vez en mi vida –que tampoco era muy larga, apenas seis años—no hizo mi pastel y envió a mi tío a recoger aquella delicia de  bizcocho con mermeladas y cremas entre capa y  capa, cubierto con un fondant color rosa coronado con adornos de mantequilla batida, encargado una semana antes.

Un pequeño resto del pastel quedaba el día 15 y mi madre, que había llamado a casa a su hermano Aurelio por razones que yo desconocía, me puso aquel trozo en un plato de cartón, lo cubrió con una servilleta de papel y llamando a la Yaya le dio instrucciones para que me llevara a ver el desfile que conmemoraba la independencia. Salimos obedientes y caminamos hacia el parque central donde vimos desfilar a soldados y estudiantes, escuchamos las bandas que producían aquellas melodías marciales a cuyo ritmo marchaban los uniformados y agitamos banderitas celestes y blancas como todo el mundo.

Cuando terminó de pasar el desfile era casi mediodía. El calor del sol era muy fuerte y entonces la Yaya, que me admiró porque caminaba a un paso muy lento, me invitó a entrar a la Palace a tomar una leche malteada que no me quitó la sed pero me dejó satisfecha. Enfilamos, siempre despacio, por la sexta avenida y bajamos luego la trece calle en camino a casa.

Desde la puerta se escuchaba el llanto de un niño, y mi madre, metida en su cama, y mi tío sentado en una de las sillas forradas con brocado de seda  que la abuela había traído de España, estaban embelesados viendo aquel bulto llorón que doña Natalia, la comadrona, acababa de poner al lado de mamá para que le diera el pecho.

Siendo niña, me alegré de tener un hermanito. No sucedió como cuando nací, que mi hermano mayor, muerto de celos, aprovechaba cualquier ocasión para quitarme las mantillas a que me diera frío o me obsequiara con un pellizco en el pie.

Aquel niño que acaba de nacer se convirtió en mi sombra en cuanto pudo caminar y juntos, años más tarde, recorrimos las ferias de Jocotenango, cosechando premios en los puestos de tiro porque teníamos –y continuamos teniendo—una puntería poco común.

Antes de ese tiempo, salíamos a las cinco de la mañana de casa, en las cercanías de la iglesia de Belén, y caminábamos hacia el barranco donde estaba la piscina de El Tuerto, en el fondo de un barranco al Oriente de la ciudad. Allí aprendimos a nadar con Tony Monterroso, y regresábamos contentísimos a casa a devorar un copioso desayuno.

Jorge, como se llama mi hermano menor, iba conmigo todas las tardes al parque central. Yo patinaba y él se quedaba jugando ente los arriates, despedazando los rosales y jorobando a los bichos que encontraba entre las plantas, y en general, anduvo pegado a mí durante toda mi adolescencia, martirizando a los pretendientes que tuve.

Cuando yo ya me había casado se fue a estudiar a Estados Unidos. Cachi, su novia de toda la vida, se pasaba el tiempo viendo hacia arriba, como si con aquellas miradas fuera a materializarse mi hermano en un avión que pasaba.  Suspiraba con las canciones de Paul Anka. En fin, cuando Jorge regresó, se casaron en una ceremonia hermosa en la basílica de Santo Domingo y continúan casados hasta la fecha. Tuvieron tres hijos: Jorge, Rosarito y Augusto, que lleva el nombre del padre de Cachi. Que no se llama Cachi sino Amanda, pero nadie le dice su verdadero nombre.

Jorgito murió, víctima de la violencia espantosa de este país. Cosa de estar en el lugar equivocado cuando algunos desalmados pasaron ametrallando a un hombre. De esto hace casi un año pero no nos acostumbramos a la idea de su muerte adelantada. Mi hermano y su mujer parecieron envejecer prematuramente y todos hemos llevado nuestro duelo como hemos podido, pero en silencio, porque hay cosas que no nos gusta recordar ni comentar. Hay ciertas procesiones que llevamos por dentro.

La afección de la columna que sufre Cachi empeoró, pero mi hermano comenzó a deprimirse cada día más y más.

Lo cierto es que hace una semana tuvo que ser conducido a un hospital con toda rapidez porque sufrió ciertas descompensaciones que por poco lo matan. Cuando lo fui a ver al intensivo, me llevé una impresión aterradora, pero no dije nada porque su mujer y sus hijos estaban en la salita de espera y fingí todo lo que pude.

Rosarito está casada con un médico, un marido maravilloso de  esos que jamás encontré en mi vida. Lo ha cuidado como a un padre, y creo que todos respiramos un poco mejor cuando nos anunció que llevarían a mi hermano a una habitación del hospital, lejos de todos aquellos aparatos que me parecieron instrumentos de tortura pero que en realidad, lo sacaron de esa gravedad.

Esta mañana, al hablar con mi sobrina Rosarito me enteré de que los médicos le habían encontrado ‘algo’ en el corazón, ‘algo’ en los pulmones’. Que el cardiólogo se encuentra preocupado porque las toses y estertores que le sobrevienen por ese ‘algo’ en los pulmones ponen en peligro al corazón.
He llamado a Fernando el médico y esposo de Rosario quien no ha podido hablar conmigo. Lo que temo es que no quiera hablar conmigo.

Y aquí estoy, recordando entre agua de sal que resbala por mis mejillas, jirones de las experiencias compartidas con el hermano menor, antes de que ambos nos casáramos, cada cual a su tiempo; y tomando fuerzas para llamar por teléfono a Fernando y pedirle que me explique claramente qué son esos ‘algo’ que martirizan a Jorge en la espalda y en el pecho.


Siento miedo. La verdad, siento miedo.