martes, octubre 09, 2007

¿Palacio Nacional?

Cuando el Palacio Nacional fue abandonado durante el gobierno de Arzú, hubo razones para ello. La principal, saltarse a la torera los --para aquel presidente-- molestos espectáculos humanos: los grupos de ciudadanos que llegaban a la Plaza de la Constitución a protestar por cualquiera de las muchas causas por las que hay motivos para protestar en este país.

Fíjense bien que digo evitar la visión de los protestantes de turno, no necesariamente atenderlos. No cabe duda que es difícil vivir en una casa frente a la cual, todos los días, se aglomeran los acreedores.

Además, la burocracia ya no cabía.

De aquel Palacio, el verde guacamolón de la expresión popular, que ostenta en su fachada las señales de los disparos de la fusilería o de los tanques de un dieciocho de julio, poco quedaba por dentro. Sus estancias, --concebidas lujosamente con maderas talladas en las paredes, con artesonados dignos, ventanerías y puertas ornamentadas-- habían sido convertidas en ratoneras multiplicadas mil y una veces para acomodar a los recomendados de turno, y los baratos vidrios grises, las armazones improvisadas cubiertas de pintura de aceite proliferaban.

Como nunca tuve motivos o privilegios para ingresar a las terrazas y torreones en los que gobernaban los militares, desconozco qué había en esos espacios. Pero habiendo sido durante décadas reportera de los ministerios que albergaba el Palacio, conozco el Palacio y fui testiga de cómo evolucionó su cáncer interno, esos habitáculos infames que menguaron la estética del lugar.

Pero quedaban con su diseño intacto, además de los techos y las paredes forradas en madera, los pisos de parquet más o menos conservados, los despachos del presidente, de los ministros. También el salón de banquetes, con los vitrales de Urruela, los cielos mudéjares; y las pinturas de Gálvez Suárez en los muros que rodean las escalinatas principales.


De manera infortunada el Palacio sufrió la afrenta de haber sido rebautizado de una manera cursi: le agregaron el pegote ‘de la cultura’, uno de los actos más ridículos e innecesarios.

A veces se habla del retorno de los burócratas al Palacio. Pero hay cuestiones evidentes y molestas: la peor es una especie de brassière de tamaño en verdad descomunal, situado aun por encima del tercer piso y que cubre el patio oriental. Ese armatoste de tela blanca cubre --dichosos los ángeles que no lo ven-- el cursi monumento a la paz.

Que tengamos un monumento a la paz constituye, por el momento, la hipocresía más grande del gobierno que lo levantó y los que lo han aguantado; que sea un adefesio es cuestión de falta de cultura de los gobernantes. Que hasta los diplomáticos se vean obligados a acudir ante esa naquería ya es una exageración incluso para este país de opereta.

Me ha tocado ir, en el Palacio Nacional, a la sede de la Dirección de Culturas y Artes --otra expresión poco afortunada, inspirado en la corrección política, la misma hipócrita que inventó eso de los daños colaterales-- y he observado las desventuras palaciegas de sus ocupantes, que no encuentran instalaciones adecuadas para los equipo de oficina, --silvestres computadoras e impresoras-- o que suben y bajan a pie las porque los bellos ascensores de época no han funcionan.

A veces, en días de lluvia he notado hermosas filtraciones en los aposentos del tercer piso. Quién sabe qué otras reparaciones requiere el buen Palacio Nacional.

Sobre todo, es preciso que vuelva a utilizarse para determinados actos. Entregar el Premio Nacional de Literatura en una galera del Parque de la Industria, o la Orden del Quetzal en una sala de hospital ya es muestra de una incultura generalizada. Así andamos.