jueves, diciembre 21, 2006

Las galletas y los días

Días antes del 31 de octubre mi amiga Dorothy llamaba para recordarme que había que comenzar a hornear. Armada de miel, almendras, frutas cristalizadas y harina iba a su casa para comenzar el ciclo. Pasábamos una tarde entera amasando y horneando, platicando y sacando de la cocina a las niñas, que querían comerse buena parte del material de las primeras galletas navideñas.

Dorothy había ingresado en nuestra vida unos cuantos años antes. Nos gustaba ir de visita a Palo Alto, una granja que quedaba entonces fuera de la ciudad, en el kilómetro 16 de la carretera a El Salvador. Los domingos por la tarde subíamos al carro y nos encaminábamos a la casa de los Solé para tomar la refacción. Un día, mientras batíamos el chocolate en la cocina, Luisa me contó que Pedro, el hijo mayor que estudiaba su doctorado en Estados Unidos, había anunciado su intención de casarse con una neoyorquina.

Luisa fue siempre una mujer encantadora con la sonrisa presta; pero esa tarde en su rostro se marcaba un gesto que le desconocía; estaba preocupada. La novia de Pedro no sólo era gringa, sino judía. Los Solé se han caracterizado siempre por su apego a la religión católica y están entre las personas más buenas y abiertas del mundo, pero a finales de los cincuenta, una desconocida neoyorquina judía... mmm.

Para más inri, Dorothy --porque de ella se trataba-- había viajado por Europa, sola. Ustedes no pueden saber lo que entonces sucedía en Europa en el imaginario de los guatemaltecos. Era ese lugar con playas nudistas sobre el mediterráneo donde las suecas, esas mujeres que hacían el amor sin estar casadas, iban a buscar a los pescadores italianos o españoles para acostarse con ellos. No viene de entonces el término latin lover, pero en aquel tiempo tomó más fuerza.

Eran los años en los que los hombres, para convencer a sus novias, utilizaban el discurso de lo liberadas que eran las suecas. Luego de escuchar ese argumento, las novias se preparaban a dar una bofetada. O tal vez no.

Encima, Pedro cometió la locura de casarse en Estados Unidos en una ceremonia poco elaborada; imagino que la pareja deseaba librarse de todo el relajo del agobiante vestido de novia, la lista de invitados, la recepción posterior. Sobre todo, en Nueva York existía la posibilidad de un rito religioso diferente, que dejara satisfechos al católico y a la judía.

El doctorado y el casamiento se sucedieron y la pareja vino a Guatemala. Dorothy y yo hicimos muy buena amistad desde entonces y si no pudimos terminar de criar niños juntas fue porque Pedro obtuvo extraordinarios empleos fuera de Guatemala y la familia viajó por diversos países americanos y europeos. Para mi alegría, retornaban a veces, como los diplomáticos, a enraizarse en Guatemala por unos años.

Las leckerli son unas galletas deliciosas cuya receta se origina en el centro de Europa. La familia de Dorothy las había horneado, durante generaciones, a su propio estilo. Así aprendí a hacerlas, comenzando con una olla donde se hierve la miel, se añade azúcar y luego frutas confitadas y almendras a discreción.

En su hechura es muy importante el olfato: la receta dice tanto de canela, tanto de pimienta gorda, tanto de clavo, una pizquita de nuez moscada. Pero las especias tienen sus caprichos y la nariz es la única que dice la última palabra. Hay que agregar más, y no siempre lo mismo, para obtener el olor adecuado.

Al quedar listas, las galletas tienen que guardarse en botes herméticos, con trocitos de manzana bien distribuidos entre ellas. Les dan humedad y un sabor y olor característicos. Por Navidad ya están suaves y a punto para comerse.

Cada año, cuando saco las primeras leckerli de los botes para saber cómo quedaron, Dorothy se presenta ante mí como era en aquellos días de galletas, niños y viajes al Pacífico o a Atitlán. Cuestiones que se entienden en el lenguaje de la amistad.

4 Comments:

Blogger Jorge Mux said...

Es una bellísima historia.

El sabor, la textura y los ingredientes de las leckerli (palabra que me suena a exonario) están en mi mente como si ya las hubiera probado, aunque para mi el nombre y esa deliciosa conjunción de ingredientes navideños en octubre, rodeado de niños y aromas, es apenas una conjetura o un lejano misterio.

Ana: tienes el don de narrar muy de manera muy hermosa; de hacernos sentir tus recuerdos y de hacernos ver a través de tus ojos.

Muchas felicidades.

12:27 p. m.  
Blogger Renata Avila said...

Las galletas, doña Ana... Para mi tienen el nombre de Nina y Kathrin, y cada año horneo en diciembre, inducida por mis amigas alemanas de adolescencia que me dieron su receta. .. Nunca falta el Vanillenzucker que hago que más de alguien me traiga de las europas a regañadientes... Cuando leo su vida, pienso a futuro...

¿Cómo irá a ser la mía, iré a vivir con tanto tino y desatino, se volverán mis amigos esas personas interesantísimas que usted narra en sus historias?

Saludos navideños-

8:17 p. m.  
Blogger Ana said...

Renata: la vida es hermosa. De todo habrá, y por muchos años.

El azúcar de vainilla se hace en casa cuando, luego de usar las semillas en algún pastel o crema, las vainas de la vainilla se meten en un frasco con azúcar seco. Bien tapado el frasco, se revuelve el azúcar de tanto en tanto.

Feliz año, feliz vida.

9:18 a. m.  
Blogger Pedro J. Sabalete Gil said...

Comienza a ser habitual que comience a leerla y acabe siempre con una placentera sonrisa.

Ahora jalaré el carro de vuelta a casa (estoy en el trabajo) y me llevaré el olor de las galletas de copiloto.

Lo sorprendente es que perdí totalmente el olfato hace año y medio. Lo imagino pues de mi mente no se ha borrado.

Imagine el regalo de su prosa.
Además, me queda una postal más para leerme.
Gracias.

9:34 a. m.  

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