Hablar de lo prohibido
En estos días, en que pesco en el pasado para recordar lo que me ha sucedido en la vida como pretexto para hablar de otras personas mucho más interesantes que yo, me llamó una españolita simpática que trabaja en Prensa Libre.
Quería indagar sobre mi experiencia con la menopausia. Hablaba con muchas precauciones y a cada interrogación –-sobre todo cuando me preguntó mi edad-- añadía siempre con cierta rapidez: ‘solo si desea responderlo’. Interiormente me reía, mas no de ella, sino de cómo en mi país seguimos siendo pacatos, empachados y pusilánimes.
Estaba segura que en la reunión donde se decidían las preguntas que se iban a hacer a los presuntos entrevistados -–también se iba a hablar de la andropausia, aunque comprenderán que sobre eso poco tengo que decir, apenas lo que se ve por encima-- la instruyeron sobre la necesidad de ir con mucha cautela porque Guatemala es, por encima de todas las cosas, ultra conservadora.
Hubiera podido contestarle a mi entrevistadora que, justamente el primer poema de mi primer libro comienza con la fecha de mi nacimiento.
Andaba yo por los treinta años y estaba casada por segunda vez. No debo haber sido muy feliz porque de pronto comencé a escribir con una inmensa rabia. Poesía, para más inri. Yo, que detestaba la idea de leer poesía, que juraba que los poetas tendrían que haber desaparecido cuando empezó el siglo XX, que eran unos trasnochados tales por cuales, incluida en el catálogo de los agotados.
En honor a la verdad, tengo que decir que el primer poema que escribí en mi vida era para mis hijas. Tal vez alguien lo encuentra algún día traspapelado entre las hojas de un libro mío. Era un poema donde me disculpaba con ellas por ser como soy. Pero no me arrepentía de ello. La intención del poema tenía y tiene validez, pero la forma… Era tan malo que, en cuanto lo leí lo sepulté entre un libro gordo, y no sé dónde está. Afortunadamente.
En fin, la historia iba por donde me encontré con que había escrito un libro. Y lo editó Ricardo Juárez Aragón, dueño de la Imprenta Minerva situada en la 18 calle de la zona uno. Ricardo ha sido, durante cuatro décadas, el editor de muchos escritores, que nos lanzábamos pagando nuestras propias publicaciones. Con él acudíamos medio avergonzados, con los originales metidos en una carpeta. Es un tipo con una cultura impresionante, que ha leído muchísimo. Con una ojeada sabía si aquello era literatura o no. Se mostró entusiasmado con mi librito y dijo que era necesaria una nota biográfica, al principio.
No tenía --ni tengo-- el valor de andarle pidiendo a la gente que escriba sobre mí o sobre mi trabajo. De manera que regresé a la casa y escribí un poema donde me presentaba a mí misma, y donde sintetizaba mi forma de escribir. Como era una biografía, tenía que empezar por la fecha de nacimiento, me dije.
Debo admitir que mi poesía constituyó, al menos en mis tres primeros libros, una rebelión completa. De manera que, en un lugar donde las mujeres se han preocupado siempre de ocultar su edad, comenzar diciendo la fecha de nacimiento era un acto de insurrección ante lo establecido. De esa y de ninguna otra forma he andado por la vida.
Desvelé a mis contemporáneos chapines lo que las mujeres sentíamos y decíamos por lo bajo; o a lo mejor ni siquiera lo decían, pero lo pensaban. Y no tuve el menor empacho en usar el lenguaje coloquial y directo que utilizo siempre. Ni circunloquios ni babosadas. Las mujeres habíamos usado demasiado retórica.
Dije cuanto quise decir y más, y antes de publicarlo lo analicé con una lente así de gorda porque llevo incrustado en el cerebro un sistema de autocrítica de este tamaño. Estaba bien decir lo que pensaba, lo que quería, lo que sufría. Estaba mal publicar algo mal escrito.
Hoy vengo a darme cuenta de que la retórica es como una burkha. Al menos en los escritos de las mujeres. A fuerza de andar escondiéndose detrás de las metáforas, las mujeres han pasado milenios empequeñeciéndose ellas mismas. Y mi madre no me parió para eso.
Quería indagar sobre mi experiencia con la menopausia. Hablaba con muchas precauciones y a cada interrogación –-sobre todo cuando me preguntó mi edad-- añadía siempre con cierta rapidez: ‘solo si desea responderlo’. Interiormente me reía, mas no de ella, sino de cómo en mi país seguimos siendo pacatos, empachados y pusilánimes.
Estaba segura que en la reunión donde se decidían las preguntas que se iban a hacer a los presuntos entrevistados -–también se iba a hablar de la andropausia, aunque comprenderán que sobre eso poco tengo que decir, apenas lo que se ve por encima-- la instruyeron sobre la necesidad de ir con mucha cautela porque Guatemala es, por encima de todas las cosas, ultra conservadora.
Hubiera podido contestarle a mi entrevistadora que, justamente el primer poema de mi primer libro comienza con la fecha de mi nacimiento.
Andaba yo por los treinta años y estaba casada por segunda vez. No debo haber sido muy feliz porque de pronto comencé a escribir con una inmensa rabia. Poesía, para más inri. Yo, que detestaba la idea de leer poesía, que juraba que los poetas tendrían que haber desaparecido cuando empezó el siglo XX, que eran unos trasnochados tales por cuales, incluida en el catálogo de los agotados.
En honor a la verdad, tengo que decir que el primer poema que escribí en mi vida era para mis hijas. Tal vez alguien lo encuentra algún día traspapelado entre las hojas de un libro mío. Era un poema donde me disculpaba con ellas por ser como soy. Pero no me arrepentía de ello. La intención del poema tenía y tiene validez, pero la forma… Era tan malo que, en cuanto lo leí lo sepulté entre un libro gordo, y no sé dónde está. Afortunadamente.
En fin, la historia iba por donde me encontré con que había escrito un libro. Y lo editó Ricardo Juárez Aragón, dueño de la Imprenta Minerva situada en la 18 calle de la zona uno. Ricardo ha sido, durante cuatro décadas, el editor de muchos escritores, que nos lanzábamos pagando nuestras propias publicaciones. Con él acudíamos medio avergonzados, con los originales metidos en una carpeta. Es un tipo con una cultura impresionante, que ha leído muchísimo. Con una ojeada sabía si aquello era literatura o no. Se mostró entusiasmado con mi librito y dijo que era necesaria una nota biográfica, al principio.
No tenía --ni tengo-- el valor de andarle pidiendo a la gente que escriba sobre mí o sobre mi trabajo. De manera que regresé a la casa y escribí un poema donde me presentaba a mí misma, y donde sintetizaba mi forma de escribir. Como era una biografía, tenía que empezar por la fecha de nacimiento, me dije.
Debo admitir que mi poesía constituyó, al menos en mis tres primeros libros, una rebelión completa. De manera que, en un lugar donde las mujeres se han preocupado siempre de ocultar su edad, comenzar diciendo la fecha de nacimiento era un acto de insurrección ante lo establecido. De esa y de ninguna otra forma he andado por la vida.
Desvelé a mis contemporáneos chapines lo que las mujeres sentíamos y decíamos por lo bajo; o a lo mejor ni siquiera lo decían, pero lo pensaban. Y no tuve el menor empacho en usar el lenguaje coloquial y directo que utilizo siempre. Ni circunloquios ni babosadas. Las mujeres habíamos usado demasiado retórica.
Dije cuanto quise decir y más, y antes de publicarlo lo analicé con una lente así de gorda porque llevo incrustado en el cerebro un sistema de autocrítica de este tamaño. Estaba bien decir lo que pensaba, lo que quería, lo que sufría. Estaba mal publicar algo mal escrito.
Hoy vengo a darme cuenta de que la retórica es como una burkha. Al menos en los escritos de las mujeres. A fuerza de andar escondiéndose detrás de las metáforas, las mujeres han pasado milenios empequeñeciéndose ellas mismas. Y mi madre no me parió para eso.