domingo, noviembre 18, 2007

Enfermarse en Panamá

No quiero decir con esto que todos aquellos que se enfermen en Panamá tendrían que pasar por una experiencia similar a la mía. Lejos de mí querer estereotipar la realidad a fuerza de experiencias personales. Ni siquiera creo en que la gente tenga que pensar como yo pienso, mucho menos mostrar ortodoxia en cosas que van de la mano --si es que tuvieran-- de virus o bacterias, seres poco conocidos por mí excepto cuando deciden visitarme.

Panamá me encanta, a lo mejor porque me encanta la gente panameña y siempre estoy buscando un pretexto para visitarlo. Hace un par de semanas tuve la suerte de formar parte de un jurado calificador del concurso Ricardo Miró que se celebra cada año en aquel país maravilloso.

Panamá se me metió en el corazón el día en que, habiéndome olvidado el reloj en el hotel, pregunté la hora a un hombre en la calle. El tipo llevaba un reloj así de grande en la muñeca, pero lo que menos hizo fue verlo. Echó los ojos al cielo y me dijo que iban a ser las once.

La ciudad de Panamá respira junto al mar y tiene calles maravillosas donde los árboles disimulan el calor. Me encanta sentarme en algún café en el malecón, para ver los altos edificios de Punta Paitilla a mi izquierda y las edificaciones del casco viejo de la ciudad a mi derecha.

Es como estar sentada en la avenida La Reforma con vistas hacia Antigua Guatemala. Aunque tener tan disímiles paisajes a la vista desde el malecón lleno de luz hace pensar, y mucho, sobre los muy variados acercamientos a la vida en los países latinoamericanos. Desigualdades, que les llaman.

Los panameños, exagerados en afectos, en alegría y en locuacidad tienden a exageran también en el aire acondicionado. Por esa razón pasa una del calor tropical y de una humedad del cien por ciento al ambiente gélido de un témpano y con la sequedad del desierto. Más fino el lugar, más baja la temperatura.

El hotel donde viví por una semana tendría que ser de seis estrellas a juzgar por su clima. Y aunque en mi habitación apagaba el glacial aire y dormía con las ventanas abiertas, los numerosos cambios de clima allí y en otros lados hicieron de las suyas.

El viernes amanecí con fiebre. Temprano lo reporté a Arabia, mi enlace en Panamá, y pedí tales y tales medicinas, incluyendo un antibiótico. Conozco a la sinusitis y sus traidoras maneras. A las once de la mañana nuestra acompañante oficial apareció por mi habitación llevándome un antiinflamatorio en vez del antibiótico, jurando que eran lo mismo.

Como no tragué el cuento me informó que en Panamá los antibióticos necesitan receta para que los despachen las farmacias. Bien habría podido decírmelo a las siete de la mañana pero agradecí sus oficios. Llamé a la operadora y pedí la visita del médico del hotel.

Le deben haber ido con el cuento a la asistente, y mientras dormitaba con el sueño sobresaltado de la fiebre, dieron casi las seis de la tarde. A esa hora hubo llamadas apresuradas a la puerta.

Abrí y cinco personas penetraron a la habitación: Arabia, un empleado del hotel, una médica, un médico y un señor de mediana edad que hasta ahora no he podido comprender qué hacía allí, a esas horas. Entre los médicos comenzaron a indagar mi pasado y mi presente. Me tomaron la presión al menos tres veces, una vez en el brazo derecho y dos en el izquierdo, lo que me hizo sospechar de sus preferencias políticas.

Mientras los médicos se daban gusto revisándome, el empleado del hotel tomaba notas en un cuadernillo y la acompañante se metió al cuarto de baño. La vi por el espejo de la puerta revisar concienzudamente la habitación como si en ella fuera a hallar la causa de la fiebre.

Partieron todos luego de haberme recetado un antibiótico de caballo, de esos que se toman una vez al día por tres días, y cuando al fin me llevaron la medicina a eso de las diez de la noche, entre el delirio por la fiebre y los efectos del antibiótico pasé una noche espectacular.

A la mañana siguiente bajé temprano acompañada por mi maleta. Tenía que tomar un avión a las once de la mañana, y cuando el automóvil me conducía hacia el aeropuerto, aún con dolor y con fiebre, medité con cierta amargura que aún me dura que esa no es forma de despedirse de un lugar amado

sábado, noviembre 10, 2007

Climas destemplados, enero 2006

A través de los vidrios veo pasar unas nubes que podrían ser gordas si su tela luminosa no fuera estirándose, al correr por el cielo, por la prisa del viento norte. Hemos tenido unas navidades --que no acaban sino hasta el día de Reyes--, bastante tropicales y no ha sido sino hasta anoche que el viento comenzó a encresparse y a filtrar el frío por los resquicios de las ventanas del dormitorio.

Las cabañuelas, decían los abuelos; ahora sabemos que el asunto se refiere a las zonas de alta presión que chocan con las de baja presión y producen chubascos, calores y humedad alta. Prefería las explicaciones populares, anteriores a los satélites artificiales. Eran más poéticas y contenían suficiente magia para hacernos creer que el mes de enero, además de enfrentarnos a los apuros económicos, resultado de los despilfarros de Navidad, nos revelaba cómo iban a ser el invierno, como le llamamos a la época de lluvias, las sequías, los calores del verano y los diluvios inacabables de septiembre y octubre.

Sobre la magia hablábamos en la reunión a mediados de diciembre. El tema era Harry Potter, el niño fabuloso creado por J. K. Rowling y que ha llenado de ilusiones y de fantasías las cabezas de mucha gente en el mundo. Harry Potter, el niño mago cuyas acciones han invadido hasta el celuloide. Que ya no es celuloide, material peligroso porque puede incendiarse él solo y producir desastres.

Beatriz era la más entusiasta; los oscuros ojos le centelleaban a la luz de las llamas en la chimenea cuando me instaba a leer todos los libros de Rowling; Carolina trajinaba con el pavo, pero escuchaba atenta porque también ella posee la facultad de apreciar las quimeras que facilitan el tránsito por este mundo. Es preciso disfrutar de una inteligencia especial para deslizarse por entre las fábulas, los cuentos de hadas, los mitos, las leyendas. Quien posee esa capacidad ya tiene ganado un espacio interior amable y terso en donde se puede olvidar las asperezas habituales del mundo.

No sé si fue Andrés quien soltó de pronto que la película que se proyectaba en Guatemala en esos días está doblada al español y que por ello pierde la sagacidad y el sentido del humor británicos. Se me quitó el deseo de ir al cine y decidí alquilarla en video, deseo que aún no he cumplido porque los días se me han ido al lado de la familia y los amigos.

Pero ayer, cuando trataba de retornar a la vida diaria dando un rodeo para no recibir el regaderazo frío que supone el contexto nacional, entré a la red y me hallé, en la página de la BBC, con que los celosos miembros de la Iglesia Cristiana de Alamogordo, una localidad de Nuevo México, en Estados Unidos, habían festejado la entrada del año nuevo haciendo una inmensa pira con los libros de Harry Potter, porque son satánicos.

Pensé en los libros quemados en 1954 por los celosos funcionarios del mal llamado gobierno de la Liberación. Recordé la persecución de sacerdotes, monjas y catequistas en el país durante los años de la violencia. Volví a hacerme consciente de los fundamentalismos incrustados a la fuerza en esta tierra por los gobiernos de Estados Unidos y de Guatemala en su afán por destruir cualquier aspiración de justicia.

Armada de curiosidad me fui a la página de la tal iglesia cristiana y pude darme cuenta de que se trata de una empresa millonaria, que cuenta con más de media docena de cuadros visibles --hombres y mujeres, respetando la polítical correctness con que se encubren tantos desmanes en la Tierra-- que atiende cuestiones de divorcios, embarazos de madres solteras, que dirige grupos de solteros (no de los que ustedes imaginan) de matrimonios, y hasta posee una venta de ropa usada para los pobres por aquella certeza, firmemente anclada en la mente de los proclives a las obras de caridad, de que los pobres sólo merecen ropa usada.

Su cabeza espiritual, el pastor Jack Brock pronunció un fervoroso sermón antes de la quema de los libros, diciendo que tras la cara de ángel de Harry Potter se esconde el poder satánico de las tinieblas y afirmando que en realidad, Harry Potter es el diablo y está destruyendo a la gente.

Medito sobre estas cosas esta mañana, cuando escribo mi columna, la primera del año, y creo que es bueno estirar, hasta donde sea posible, el sentido tibio y amoroso de la temporada navideña, aunque sé que más tarde o más temprano, vamos a tropezar con las burradas de nuestros gobernantes, que serían solo eso, burradas, si no fuera porque estando donde están sus acciones cobran fuerza e importancia.


El nombre de Irak pasa raudo por el cerebro y logro espantarlo. Siguen las nubes corriendo por el cielo y el sol ha logrado traspasarlas, para hacer brillar los pinos de la Universidad del Valle. En unos cuantos días estaré en otra universidad, y serán los alumnos con sus rostros frescos y su curiosidad los que logren borrar, aunque sea sólo durante el tiempo de clase, los climas destemplados que van llegando.