Esa no soy yo
La mujer bebió unos sorbos de té, puso su taza en la mesa y
viéndome con picardía me dijo que sin duda yo era esa escritora, casada con un
pintor, a la que Margarita Carrera denunciaba en sus memorias como la amiga que
la había traicionado, quitándole el amor –pura cursilería del siglo XIX- de su
amante.
No era la primera persona que me identificaba en las tristes
memorias de Margarita en el papel que la autora me quiso adjudicar, y la
reflexión sobre la imagen mía que la escritora había creado, brotada de los
miedos que la han aquejado siempre, pudo más que los hábitos de toda la vida.
Los periodistas siempre hemos pensado que hacer una
aclaración no sirve más que para alborotar aun más las cosas. Que si alguien no se ha enterado de la noticia
originaria, al aparecer el texto aclarador el lector vuela al lugar de donde
surgió el malentendido y la cuestión se estira.
Mi vida, y esto creía yo que lo sabía todo el mundo, ha sido
siempre una casa con las puertas y ventanas abiertas. En alguna ocasión mi hija
mayor, preocupada y dolida porque su padre y yo nos divorciábamos, me comentó
con toda la seriedad de sus ocho años, que los padres de sus compañeras de
colegio estaban casados, todos.
Tal vez fue la primera vez que hablé con ella sobre la
importancia de la autenticidad, de cómo en la vida es preferible que todo se
desconchinfle por decir la verdad que sostener un andamiaje falso por decir
mentiras. Le hablé de cómo hay muchos
matrimonios --y eso no quería decir que así sucediera en casa de sus amigas,
agregué para que no se angustiara-- que viven juntos y no se aguantan, que se
detestan o se han perdido el cariño. Que en esos casos no es raro que surjan
las infidelidades, las vidas ocultas, pero las parejas no se divorcian por
intereses creados.
No pude invocar a Freud ni a quienes vinieron después de
él porque la niña no tenía forma de
entender cómo es posible que dos personas sigan viviendo juntas, amarradas por
la cola, gracias a los variados juegos psicológicos que suelen sustituir a la
pasión cuando desaparece y una mañana dos adultos se despiertan, se miran
mutuamente y no logran ver qué hay de rescatable en el otro, o no se explican cómo
han pasado tantos años durmiendo juntos en la misma cama.
No creo que Silvia creyera mucho lo que le comentaba la
tarde aquella de hace años. Pero luego ha
tenido suficientes ocasiones de comprobar que lo que yo exponía, mientras nos
dirigíamos al colegio, era cierto. Ella misma fue víctima de una patraña
similar, pero no me toca contarlo porque es su vida, no la mía.
Fui una de las primeras personas que leyó las memorias de
Margarita, y no pude comprender, cuando llegué a la parte donde me pinta como
la infame que le arrebata al ser querido, cómo es posible que haya sobrevivido
en su mente un delirio paranoico sufrido por ella hace más de tres décadas.
Le escribí una carta en la que ponderaba de qué tamaño
tendría que ser la fe de erratas para corregir aquella mentira que aparece en
su libro. Me habló por teléfono, llamó a quien entonces era mi marido, llamó a mis amigos y
arregló a toda prisa un almuerzo de desagravio, al que acudimos junto con otros
maltratados irresponsablemente en sus memorias.
Una persona con mayor equilibrio mental habría recogido el
fantasioso libro, habría hecho las enmiendas de rigor y allí habría quedado
todo. Algo así como las acciones de Mattel al retirar unos juguetes venenosos
de la circulación. Pero en vista de que Margarita no asumió la tarea que le
correspondía, no me queda otro remedio que contradecirla públicamente, aunque
ya hayan pasado años de la publicación del libro en cuestión.
A lo largo de mi vida me casé y descasé dos veces; y he tenido amores que han durado mayor o menor
tiempo. Pero nunca a escondidas, ni con hombres comprometidos. Jamás he tenido
vocación para ser la otra de las telenovelas, ni he podido mantener relaciones
escondidas. Me quiero demasiado a mí misma.