sábado, agosto 25, 2007

La judicial 1967

La policía judicial, la más siniestra de todas, se había apoderado desde hacía años del viejo convento de San Francisco. En el lugar donde casi dos siglos antes quedaban los aposentos de los religiosos habían hecho huesos duros los ‘orejas’. Allí habían enrejado un recinto espacioso que originalmente tendría que haber sido la despensa y en él metían a todos los hombres que atrapaban o que detenía la policía uniformada. Esa gran celda era llamada la tigrera y de ella, o se salía a la calle porque alguien se habían dado cuenta del error cometido o se bajaba a las mazmorras donde estaban los tanques de agua, las mesas de tortura, las mangueras, los hierros, los pinchos, los alambres eléctricos. Los juguetitos con los que disfrutaban los judiciales.

Los judiciales solían ir, en ese tiempo, en automóviles grandes, oscuros, destartalados; y los tipos en su interior, vestidos de negro, con camisas blancas, un trapo grasiento a manera de corbata y los infaltables anteojos oscuros. En cuanto pasaba un carro de esos, con cuatro sujetos adentro, se extendía por la calle un soplo helado, similar al que anuncia la muerte. Porque en realidad, esos hombres eran los representantes de la muerte en el país.

Trabajaba en aquel tiempo en el diario El Imparcial y entre mis obligaciones de madre y periodista tenía muy poco tiempo para dedicarle a mi persona. El gran lujo semanal era ir al salón de belleza que quedaba cerca del periódico donde Melvy me lavaba el pelo, me lo enrollaba, me metía bajo la secadora y luego me devolvía al mundo con un cabello resplandeciente.

Manfred estaba terminando la carrera de veterinaria y había escogido trabajar una tesis de histología que mostraba determinadas características entre el ganado vacuno. Para ello, había que recoger especímenes de terneros nonatos y varias veces a la semana, luego de que mis hijas se dormían, Manfred pasaba por mí y enfilábamos hacia el rastro de Escuintla. En aquellos años y de noche, llegar era cosa de poco más de media hora.

Nos enfundábamos en unos overoles color verde olivo, cambiábamos los zapatos por botas de hule y entrábamos al rastro. Teníamos que asistir a la matanza y destace de los animales que al día siguiente amanecerían en las carnicerías de la ciudad. El proceso era tan rápido que los grandes cuartos de res que colgaban de los ganchos de acero que los transportaba todavía mostraban espasmos musculares. El lugar era terriblemente sucio, las partes de las reses mostrando algunas enfermedades iban a parar al suelo, por donde corrían los hilitos de la sangre de los animales. Manfred recogía los tejidos para su investigación de la semana y yo, mientras anotaba los datos necesarios, veía todo lo que sucedía.

Metíamos en bolsas de plástico las muestras, aún sangrantes, y en cuanto teníamos las necesarias, regresábamos a la ciudad. Los monos, las botas, las bolsas iban metidas en el baúl del carro donde además Manfred, que había sido criado en el campo, llevaba un machete para cuando fuera necesario.

Una noche de aquellas a Manfred le comenzaba una gripe, así que fui yo quien lo regresó a su apartamento y luego de descargar los tejidos en la refrigeradora y dejar al enfermo en cama con las medicinas usuales a la mano, me fui a casa. A la mañana siguiente, me fui a trabajar en el carro ajeno.

Al mediodía pasé por el salón de belleza, pero como no tenía tiempo para todo el ritual porque quería devolver el automóvil, en vez de meterme a la secadora de pelo me puse un pañuelo en la cabeza sobre el pelo enrollado en tubos y enfilé hacia casa. Justo en la doce avenida había patrullas militares y policías judiciales revisando casas y automóviles. Con un machete y overoles color verde olivo manchados de sangre en mi poder fui a parar a la judicial.

El director de aquel cuerpo, cuyo nombre afortunadamente se me escapa, mandó a buscarme. Cuando me vio entrar con el pelo entubado tuvo que reprimir la risa; escuchó medio divertido mis explicaciones mientras me veía con unos ojillos profundos y venenosos, acostumbrados a hallar la mentira donde se escondiera.

Al terminar la síntesis que le hice sobre los viajes nocturnos al rastro de Escuintla, y luego de poner a alguien a que confirmara mi historia, quién sabe por qué medios, me hizo pasar a una salita. Al cabo de una media hora mandó a llamar al secretario, ordenó que me entregaran las llaves del carro, entero dijo, poniendo tal énfasis en la palabra que entendí que eran instrucciones para que no robaran nada.

Al llegar a casa, antes que nada, me fui al ver al espejo: parecía una idiota con aquella cabeza descomunal cubierta por el pañuelo menos atractivo del mundo. Y así, con la planta de doña Florinda, había hecho el tour por uno de los lugares más siniestros del país. Comprendí que mi ángel de la guarda tiene sentido del humor.

5 Comments:

Blogger jovialiste said...

Una historia fuerte.

8:27 a. m.  
Blogger Unknown said...

En mi mente estan vivos los jeeps toyota, land cruisers, que con el desarrollo de los años se han convertido en los vehiculos preferidos por politicos y personas de dinero.

Su relato me hizo regresar a un pasado tenebroso que espero nunca jamas volvamos a vivir.

4:33 p. m.  
Blogger jose lopez said...

Recuerdo bien como a principio de los 80´esta peste dejó desbaratada mi casa un par de veces habiendo golpeado a mi papá. ¡Qué tiempos!

Saludos.

12:41 p. m.  
Blogger Patricia Cortez said...

me encanta que logre encontrar la gracia en medio de tanto terror y que el recuerdo no le deje sólo el miedo, sino que conserva su sentido del humor.

5:39 p. m.  
Blogger lu! said...

No solo el ángel Ana María, tu tambien!

besos y abrazos

lu!

11:06 a. m.  

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