miércoles, agosto 07, 2013

La felicidad

 

Hay por ahí una fotografía de hace ya varios años en la que aparecen mis hijas acompañadas por sus respectivos esposos, apiñados todos en un sofá bajo un cuadro redondo, rojo todo él, de Ramírez Amaya.  Creo que en esa época trabajaba yo en la revista Crónica. La fotografía fue tomada por mí y muestra a seis jóvenes sonrientes.  Para mí aquella época fue Camelot.

Aquellos jóvenes han cambiado.  Algunos más que otros, o tal vez ya estaba en ellos la génesis de lo que ahora son y no nos habíamos dado cuenta; sin duda, ya no es posible regresar a Crónica. De manera que mi felicidad, el día de hoy, es algo basado en realidades diferentes.

         Esta mañana, mi empleada mostró un gran asombro porque alguien le dijo que la delgada mujer que muestra una fotografía en nuestro dormitorio era yo. Y comentó algo sobre mi buena apariencia en ella y asentí, mientras pensaba cuán infeliz me sentía en la época en que fue tomada.

         Soñé esta noche pasada con mis hijas. Vivíamos todas juntas como cuando eran solteras, y en la casa había unos gatitos de distintos colores, juguetones y amables, que corrían por todos lados. Cualquier psicólogo que lea estas líneas sonreirá internamente pensando en que el sueño explícito está en relación exacta con el símbolo de los gatos pequeños y amorosos.

         Y es que, ciertamente, mis hijas han sido fuente fundamental de felicidad en mi vida.  En primer lugar, fueron lo que son todos los niños del mundo: motivo de asombro, de alegría, de contento físico al abrazarlas, de orgullo materno al verlas crecer.  Luego, fueron anclas poderosas en el momento de las mayores tempestades del país, cuando parecía que íbamos a hundirnos en un mar de sangre.

         A su debido tiempo se fueron de la casa y regresaron con otros niños entre sus brazos, con lo cual mis niveles de alegría han subido a cotas altísimas.

         En estos días, unos ramalazos de felicidad me azotan —porque creo que la felicidad no es un algo sostenido, sino una especie de leit motiv que está latente siempre en la pieza total—       cuando María Cristina o Alejandro aparecen en la pantalla de la computadora y puedo hablar con ellos, aunque estén en Israel, en un kibbutz cercano a Haifa probando sus alas jóvenes.

         Y si los otros nietos se instalan en la casa, el sentimiento es el mismo, y hay que beberlo lentamente y saborearlo, porque ya se sabe, los adolescentes pasan más tiempo con sus amigos que con la familia.

         Amigos. Tengo los mejores. Siempre he tenido amigos muy queridos; inteligentes, cariñosos y transparentes. Hay por ahí una que otra personalidad oscura, pero que en medio de sus contradicciones también me tiene afecto. Jamás me han faltado amigos aunque no los vea todos los días, aunque unos estén en Milán y París y Nueva York y Tuscaloosa; en Miami, en México, en Viena, en Bogotá, en Medellín, en Buenos Aires, en Jerusalem, en Lima.

         Tengo amigos en Guatemala, afortunadamente. Y me han socorrido en épocas de mala salud, de depresión o de angustia, que de todo hay en la viña del Señor.  Y hubo amigos en el pasado, que se nos han adelantado y están ahora en algún lado del universo, convertidos en luz o en algo más hermoso.
         Con la familia y con esos amigos, que son también familia, hemos atravesado toda clase de momentos y circunstancias: sociales o personales. Y el lazo continúa ahí, firme y seguro, porque está basado en cuestiones esenciales y humanas.

         Claro que hay épocas negras y aterradoras. Claro que hay momentos en que el alma pareciera no dar más y amenaza diciendo hasta aquí llego.  Son períodos densos, en los que el espíritu se entierra y permanece allá abajo durante cierto tiempo, para enraizarse, tomar fuerza y surgir de nuevo buscando el aire.
         Por lo demás, el tiempo pasa mansamente, y en días  como este, me doy cuenta de que poseo una ventana desde la que veo mucho verde, retazos de ciudad, las montañas del Oeste, unas cuantas nubes desperdigadas por el cielo. El día se anuncia tranquilo porque es domingo. Y mi gato, como si supiera que es fiesta, llega, se instala bajo el suave sol de las siete de la mañana y comienza a dar zarpazos rasgando el ambiente cristalino y dorado.
                  


domingo, julio 21, 2013

Esa no soy yo

La mujer bebió unos sorbos de té, puso su taza en la mesa y viéndome con picardía me dijo que sin duda yo era esa escritora, casada con un pintor, a la que Margarita Carrera denunciaba en sus memorias como la amiga que la había traicionado, quitándole el amor –pura cursilería del siglo XIX- de su amante.

No era la primera persona que me identificaba en las tristes memorias de Margarita en el papel que la autora me quiso adjudicar, y la reflexión sobre la imagen mía que la escritora había creado, brotada de los miedos que la han aquejado siempre, pudo más que los hábitos de toda la vida.

Los periodistas siempre hemos pensado que hacer una aclaración no sirve más que para alborotar aun más las cosas.  Que si alguien no se ha enterado de la noticia originaria, al aparecer el texto aclarador el lector vuela al lugar de donde surgió el malentendido y la cuestión se estira.

Mi vida, y esto creía yo que lo sabía todo el mundo, ha sido siempre una casa con las puertas y ventanas abiertas. En alguna ocasión mi hija mayor, preocupada y dolida porque su padre y yo nos divorciábamos, me comentó con toda la seriedad de sus ocho años, que los padres de sus compañeras de colegio estaban casados, todos.

Tal vez fue la primera vez que hablé con ella sobre la importancia de la autenticidad, de cómo en la vida es preferible que todo se desconchinfle por decir la verdad que sostener un andamiaje falso por decir mentiras.  Le hablé de cómo hay muchos matrimonios --y eso no quería decir que así sucediera en casa de sus amigas, agregué para que no se angustiara-- que viven juntos y no se aguantan, que se detestan o se han perdido el cariño. Que en esos casos no es raro que surjan las infidelidades, las vidas ocultas, pero las parejas no se divorcian por intereses creados.

No pude invocar a Freud ni a quienes vinieron después de él  porque la niña no tenía forma de entender cómo es posible que dos personas sigan viviendo juntas, amarradas por la cola, gracias a los variados juegos psicológicos que suelen sustituir a la pasión cuando desaparece y una mañana dos adultos se despiertan, se miran mutuamente y no logran ver qué hay de rescatable en el otro, o no se explican cómo han pasado tantos años durmiendo juntos en la misma cama.

No creo que Silvia creyera mucho lo que le comentaba la tarde aquella de hace años.  Pero luego ha tenido suficientes ocasiones de comprobar que lo que yo exponía, mientras nos dirigíamos al colegio, era cierto. Ella misma fue víctima de una patraña similar, pero no me toca contarlo porque es su vida, no la mía.

Fui una de las primeras personas que leyó las memorias de Margarita, y no pude comprender, cuando llegué a la parte donde me pinta como la infame que le arrebata al ser querido, cómo es posible que haya sobrevivido en su mente un delirio paranoico sufrido por ella hace más de tres décadas.

Le escribí una carta en la que ponderaba de qué tamaño tendría que ser la fe de erratas para corregir aquella mentira que aparece en su libro. Me habló por teléfono, llamó a quien entonces era mi marido, llamó a mis amigos y arregló a toda prisa un almuerzo de desagravio, al que acudimos junto con otros maltratados irresponsablemente en sus memorias.

Una persona con mayor equilibrio mental habría recogido el fantasioso libro, habría hecho las enmiendas de rigor y allí habría quedado todo. Algo así como las acciones de Mattel al retirar unos juguetes venenosos de la circulación. Pero en vista de que Margarita no asumió la tarea que le correspondía, no me queda otro remedio que contradecirla públicamente, aunque ya hayan pasado años de la publicación del libro en cuestión.

A lo largo de mi vida me casé y descasé dos veces; y  he tenido amores que han durado mayor o menor tiempo. Pero nunca a escondidas, ni con hombres comprometidos. Jamás he tenido vocación para ser la otra de las telenovelas, ni he podido mantener relaciones escondidas. Me quiero demasiado a mí misma.


viernes, julio 19, 2013

Miedo en la noche

Mi padre fue invitado a recorrer Estados Unidos de costa a costa en compañía de periodistas de otros países latinoamericanos, imagino que como parte de algún plan de relaciones públicas por la Segunda Guerra Mundial.  Cuando partió, mi madre estaba llegando al final de su tercer embarazo y aunque le había ofrecido a mi padre que iría a un hospital a tener el niño, la verdad es que llamó a una comadrona que en ese momento tenía un gran prestigio en el país. Mi hermano mayor y yo habíamos nacido en centros hospitalarios sin contratiempo alguno y mamá muy confiada en su salud, arregló todo en secreto para que el niño naciera en casa. Siempre había la oportunidad de salir rápidamente en carro en dirección de un centro que entonces se llamaban casas de salud, si surgía alguna complicación.

Guerrita, el chofer, estaba presto con su automóvil para hacer el traslado, de ser necesario. No sé cuántos automóviles había en Guatemala, pero todas las calles eran de doble vía y en cada cuadra podían encontrarse dos o  tres automóviles, así que no había temor de atascos, ni de que el parto sucediera a bordo de un auto. Claro que yo desconocía todo aquello.

El 12 de septiembre había cumplido años yo, y mamá había mandado a hacer un pastel impresionante en la pastelería de Monsieur Simon. Siempre los preparaba ella, pero aquel vientre le pesaba, la cansaba horrores y por primera vez en mi vida –que tampoco era muy larga, apenas seis años—no hizo mi pastel y envió a mi tío a recoger aquella delicia de  bizcocho con mermeladas y cremas entre capa y  capa, cubierto con un fondant color rosa coronado con adornos de mantequilla batida, encargado una semana antes.

Un pequeño resto del pastel quedaba el día 15 y mi madre, que había llamado a casa a su hermano Aurelio por razones que yo desconocía, me puso aquel trozo en un plato de cartón, lo cubrió con una servilleta de papel y llamando a la Yaya le dio instrucciones para que me llevara a ver el desfile que conmemoraba la independencia. Salimos obedientes y caminamos hacia el parque central donde vimos desfilar a soldados y estudiantes, escuchamos las bandas que producían aquellas melodías marciales a cuyo ritmo marchaban los uniformados y agitamos banderitas celestes y blancas como todo el mundo.

Cuando terminó de pasar el desfile era casi mediodía. El calor del sol era muy fuerte y entonces la Yaya, que me admiró porque caminaba a un paso muy lento, me invitó a entrar a la Palace a tomar una leche malteada que no me quitó la sed pero me dejó satisfecha. Enfilamos, siempre despacio, por la sexta avenida y bajamos luego la trece calle en camino a casa.

Desde la puerta se escuchaba el llanto de un niño, y mi madre, metida en su cama, y mi tío sentado en una de las sillas forradas con brocado de seda  que la abuela había traído de España, estaban embelesados viendo aquel bulto llorón que doña Natalia, la comadrona, acababa de poner al lado de mamá para que le diera el pecho.

Siendo niña, me alegré de tener un hermanito. No sucedió como cuando nací, que mi hermano mayor, muerto de celos, aprovechaba cualquier ocasión para quitarme las mantillas a que me diera frío o me obsequiara con un pellizco en el pie.

Aquel niño que acaba de nacer se convirtió en mi sombra en cuanto pudo caminar y juntos, años más tarde, recorrimos las ferias de Jocotenango, cosechando premios en los puestos de tiro porque teníamos –y continuamos teniendo—una puntería poco común.

Antes de ese tiempo, salíamos a las cinco de la mañana de casa, en las cercanías de la iglesia de Belén, y caminábamos hacia el barranco donde estaba la piscina de El Tuerto, en el fondo de un barranco al Oriente de la ciudad. Allí aprendimos a nadar con Tony Monterroso, y regresábamos contentísimos a casa a devorar un copioso desayuno.

Jorge, como se llama mi hermano menor, iba conmigo todas las tardes al parque central. Yo patinaba y él se quedaba jugando ente los arriates, despedazando los rosales y jorobando a los bichos que encontraba entre las plantas, y en general, anduvo pegado a mí durante toda mi adolescencia, martirizando a los pretendientes que tuve.

Cuando yo ya me había casado se fue a estudiar a Estados Unidos. Cachi, su novia de toda la vida, se pasaba el tiempo viendo hacia arriba, como si con aquellas miradas fuera a materializarse mi hermano en un avión que pasaba.  Suspiraba con las canciones de Paul Anka. En fin, cuando Jorge regresó, se casaron en una ceremonia hermosa en la basílica de Santo Domingo y continúan casados hasta la fecha. Tuvieron tres hijos: Jorge, Rosarito y Augusto, que lleva el nombre del padre de Cachi. Que no se llama Cachi sino Amanda, pero nadie le dice su verdadero nombre.

Jorgito murió, víctima de la violencia espantosa de este país. Cosa de estar en el lugar equivocado cuando algunos desalmados pasaron ametrallando a un hombre. De esto hace casi un año pero no nos acostumbramos a la idea de su muerte adelantada. Mi hermano y su mujer parecieron envejecer prematuramente y todos hemos llevado nuestro duelo como hemos podido, pero en silencio, porque hay cosas que no nos gusta recordar ni comentar. Hay ciertas procesiones que llevamos por dentro.

La afección de la columna que sufre Cachi empeoró, pero mi hermano comenzó a deprimirse cada día más y más.

Lo cierto es que hace una semana tuvo que ser conducido a un hospital con toda rapidez porque sufrió ciertas descompensaciones que por poco lo matan. Cuando lo fui a ver al intensivo, me llevé una impresión aterradora, pero no dije nada porque su mujer y sus hijos estaban en la salita de espera y fingí todo lo que pude.

Rosarito está casada con un médico, un marido maravilloso de  esos que jamás encontré en mi vida. Lo ha cuidado como a un padre, y creo que todos respiramos un poco mejor cuando nos anunció que llevarían a mi hermano a una habitación del hospital, lejos de todos aquellos aparatos que me parecieron instrumentos de tortura pero que en realidad, lo sacaron de esa gravedad.

Esta mañana, al hablar con mi sobrina Rosarito me enteré de que los médicos le habían encontrado ‘algo’ en el corazón, ‘algo’ en los pulmones’. Que el cardiólogo se encuentra preocupado porque las toses y estertores que le sobrevienen por ese ‘algo’ en los pulmones ponen en peligro al corazón.
He llamado a Fernando el médico y esposo de Rosario quien no ha podido hablar conmigo. Lo que temo es que no quiera hablar conmigo.

Y aquí estoy, recordando entre agua de sal que resbala por mis mejillas, jirones de las experiencias compartidas con el hermano menor, antes de que ambos nos casáramos, cada cual a su tiempo; y tomando fuerzas para llamar por teléfono a Fernando y pedirle que me explique claramente qué son esos ‘algo’ que martirizan a Jorge en la espalda y en el pecho.


Siento miedo. La verdad, siento miedo. 

domingo, julio 14, 2013

Carmen Lucía

Ahora que mi hija pequeña ha comenzado —en Facebook para más inri— una especie de novena del siglo, no de la iglesia, agradeciendo durante 21 días por todas las personas y cosas buenas que la rodean y la han rodeado siempre, me ha regresado vívido el recuerdo de las circunstancias en que nació.

Era el principio de los años sesenta y en Guatemala vivíamos  en estado de sitio y con toque de queda, lo que duró bastantes años. Ya más tarde, bajo la égida de Carlos Arana Osorio era preciso llevar la luz interna del automóvil encendida en cuanto comenzaba a caer la tarde. Y era normal que a media calle, en cualquier parte, te esperara un soldado con un rile apuntándote, por lo que me acostumbré a manejar a baja velocidad, no fuera a ser que atropellara al soldado o que el soldado me metiera dos tiros entre ceja y ceja. Ninguna de las dos cosas era simpática.

Conste que el morir te salvaba de muchos eventos poco apacibles, porque si atropellabas al soldado, no quiero anotar aquí qué te esperaba, ni en dónde, entre los muchos centros de vacaciones que existían entonces, donde había entretenimientos tal vez más violentos que las montañas rusas de los parques de Disney.

Con la firma de la paz, esos centros fueron cerrándose poco a poco, con sus esqueletos entre el armario aparentemente bien guardados, aunque  los forenses los vayan encontrando de a poquito y entonces, los deudos queden un poco más tranquilos porque ya saben dónde están sus, hasta ese momento, desparecidos.

Tras la firma de la paz lo que se puso en boga fue el descalabro del presupuesto nacional en beneficio de una gran mayoría de funcionarios, y los arreglos entre los representantes del Estado y las compañías nacionales y extranjeras para que Guatemala entre a la posmodernidad de la explotación minera, petrolera y todo lo que se ponga a tiro.

Pero me he alejado del tema principal, que es el nacimiento de Carmen Lucía.

Serían las once de la noche cuando desperté. Me había acostado en una cama y ahora flotaba en una especie de piscina para niños. Había roto la fuente. Faltaba un mes para que se cumpliera el plazo normal del nacimiento del niño. Y digo niño porque en ese tiempo todavía gozábamos la sorpresa de que solamente hasta el momento del parto nos enteráramos de si teníamos una hija o un hijo. El galeno lo anunciaba a voces y te acercaba la criatura para que comprobaras la aseveración.

Llamé al médico y me dio una sola instrucción: nos vamos al hospital. Pero cómo, indagué, si no podemos salir a la calle. No tengás pena, respondió Neto —el  para mí adorable Neto Alarcón— yo me encargo de eso.  ¿Tenés dolores? No. Entonces, hacé un poco de teatro en beneficio de los que te lleguen a buscar y te escolten al hospital.

A  los diez minutos había frente a la casa un jeep cargado con soldados y casi, casi artillado como para asalto a lugar peligroso.

Dónde está la señora, preguntó el que llevaba la voz cantante. Salí de casa haciendo muecas  de dolor y retorciéndome como alguien necesitado de un exorcismo. El padre de la criatura sacó el automóvil del garaje y yo, aparentemente a duras penas, me metí en el asiento junto al conductor.

Vamos a ir despacio dijo el jefe, pero no tanto como para que el niño pueda nacer en el camino. Sígame, le ordenó a mi marido y en cuanto salimos a la calle nos percatamos de que atrás iba otro jeep a lo mejor con más soldados y más armas que el primero. En medio de todo, aquello era divertido, quién sabe cuántas madres listas a parir fueron a parar al hospital  en parecidas circunstancias, en esa época.

Al llegar al hospital, el jefe se cuadró frente a mi marido, le dio la mano y a mí me deseó muy buena suerte. Hay que aclarar que en eso, sus augurios no estaban equivocados. He tenido suerte con Carmen Lucía y con mis otras dos hijas, mayores que ella: Ana Silvia e Irene, que esa noche, bien dormidas, quedaron a cargo de las inefables Yaya y Hilda. La Yaya, mi nana hasta cuando falleció, cerca de los 90 años. La Hilda, que era entonces casi una niña, sigue en la familia, es parte de la familia, como lo fue la Yaya y se encarga de enderezar a todo el mundo que se le sitúe cerca.

 Creo —y esto es un aparte muy necesario— que necesitaríamos más de 21 días para agradecer por todas las personas y cosas buenas que han pasado o se encuentran en nuestras vidas.

Pero regresemos al hospital. Dormí como una bendita. Quien no durmió fue Neto, que se cercaba a cada rato con un instrumento que llevaba alrededor de la cabeza, que bauticé como la trompeta celestial, y que me aplicaba en el vientre con un rostro inexpresivo, pero que luego supe que era también una actuación.

La niña, a quien ya infante le hubieran recetado ritalina si no hubiera sido porque era costumbre que abominaba  el pediatra, otro médico extraordinario, el doctor Argueta von Kaenel, mostró sus facultades de inquieta a morir desde que estaba en mi vientre. Y llevaba enrollado al cuello el cordón umbilical. Ello mantenía preocupado a Neto, quien permaneció a mi lado desde medianoche hasta por ahí por las cinco y media de la tarde. Yo no tenía contracciones y como no estaba enterada de nada, gozaba el descanso en la cama. Echaba de menos una alimentación como Dios manda, pero qué le íbamos a hacer.

A las cinco y media Neto me anunció que había que utilizar un suero especial para estimular el parto. Y no me opuse a ello, en  primer lugar porque Neto sabía siempre lo que hacía y en segundo lugar porque yo no sabía lo que me esperaba. Dice alguien pitocín y me regresa  el recuerdo de aquellas contracciones terribles, dolorosísimas, pero  que dieron como resultado que a poco más de media hora, Carmen Lucía viniera al mundo.

Un minuto antes del nacimiento, ya en la camilla de la sala de partos, creí que alguien malintencionado había metido una de las torres de Catedral por el orificio donde iba a salir la niña. Luego supe que era la diestra mano de Neto, que le quitó el cordón del cuello a la bebé antes de que saliera su cabeza por el canal de rigor.

Luego de embelesarme viendo a aquella que iba a llamarse Carmen Lucía, le dejé ir para que la bañaran y la arroparan. Entonces sí que me quejé con Neto y le dije que tenía un hambre de todos los demonios. Me tomó la presión y otros signos vitales e inmediatamente ordenó mi cena. Me  llevaron una bandeja así de grande con la comida que devoré con el mayor de los gustos.

Apenas terminé de cenar, me llevaron a la pequeña, que en efecto lo era, como corresponde a una ochomesina y le di el primer calostro que probó en su vida.




jueves, julio 04, 2013

Biblioteca


La escritora fue contratada para hacerse cargo de la Biblioteca Nacional del país, y aceptó el cargo con una ilusión inmensa. Desde hacía años veía el deterioro en que venía cayendo la institución que, otrora, fue el centro de una riquísima actividad cultural, además de constituir el lugar en donde los jóvenes estudiantes y un público frecuente y variado, leía durante horas y hacía acopio de unos conocimientos importantes. Iba dispuesta a rescatar la Biblioteca. E ingenuamente así lo dijo a un periodista que llegó a entrevistarla.

Existe una ley en Guatemala que obliga a todo aquellos que editen libros enviar dos ejemplares de cada uno a la Biblioteca Nacional. Pero alguno de los directores de años pasados envió a todas las editoriales del país una circular donde les pedía no mandar más libros a la Biblioteca ‘porque ya no hay espacio donde ponerlos’.  Por supuesto, una mentira. La Biblioteca, aunque ello no se vea más que desde la sexta y séptima calles, ocupa nueve pisos. La mayoría de ellos vacíos.

No sé por qué se impidió que los nuevos libros llegaran a la Biblioteca. Como me dijo un albañil cuando alguna vez  le señalé algunos errores terribles en una construcción al lado de mi casa: ‘cada cabeza es un mundo’.

En fin, que la escritora llegó y se dio cuenta de que la Biblioteca Nacional funciona aún porque la mayoría de sus trabajadores verdaderamente le tiene  apego a la institución. No están allí por los salarios que ganan. Cuando se enteró de aquellos sueldos, a la escritora le dieron ganas de llorar.

Constató que hay algunos extinguidores en algunos lugares del edificio. Inquirió sobre cuándo habían sido llenados por última vez y se enteró que nadie lo sabía. Ya habían olvidado la fecha, por lejana. Pidió el presupuesto y se dio cuenta de que era imposible mantener aquella institución con los escasísimos recursos que se anotaban en el cálculo aprobado por el Congreso, que no cumplido.

De hecho, la escritora llegó a su cargo en septiembre del año pasado, y cuando a fin de mes le tocó firmar el informe financiero de rigor, ya conocía la suma total asignada por el Ministerio de Cultura,  y por lo tanto ‘gastada’, era de cero. Lo mismo sucedió en octubre, noviembre y diciembre. Cuatro informes por valor de cero quetzales cada uno.

En el Ministerio, se enteró, hacían malabarismos para pagar los salarios cada mes.  Creo que se dice desvestir un santo para vestir a otro.

En realidad no tenía nada qué hacer en el lugar salvo permanecer sentada en una dura silla dentro de un despacho sucio y lastimoso. Se iba a dar vueltas por el edificio, para comprobar que, excepto una sala para niños, organizada con fondos de una embajada amiga, el resto era desolador. Su jefe, la persona que se encarga de supervisar  el Archivo General de Centro América, la Hemeroteca Nacional y la propia Biblioteca, pasaba las mañanas sentado en un sofá del despacho, buscando conversación. Luego de almorzar, salía para su casa y no se le veía la cara sino hasta el día siguiente.

La escritora comprobó que con semejante jefe no lograría avanzar en nada. Entonces comenzó a salir de la Biblioteca para visitar embajadores y directores de misiones internacionales, amigos con ciertas posibilidades económicas. Gente que estuviera dispuesta a donar artículos, tiempo, etc.  Y lo único que podía hacer por el momento  era armar un programa cultural que no le costara un centavo a la institución.

Por ahí por octubre, el jefe comenzó a quejarse de que probablemente iba a ser despedido en enero. A la directora le dio lástima aquel hombre, ya mayor y aún con cargas familiares que en realidad, le pertenecen a sus hijos. Se comunicó entonces con la persona que la había designado como directora y le rogó que conservara al jefe en su puesto. No se le concedió la petición desde la primera vez que la hizo, pero tanto insistió, que el puesto del señor que pasaba las mañanas sentado en el sofá del despacho quedó en firme.

Mientras tanto, la escritora obtuvo que una compañía  guatemalteca le ofreciera formalmente donar paneles para colgar cuadros para montar exposiciones; que un grupo de escultoras hiciera lo mismo con pedestales para exhibir esculturas.  Escribiéndole a amigos en diversas universidades del mundo armó un programa de conferencias para todo el año 2013. Gente de España, de Alemania, de Estados Unidos, México e Italia aceptó venir a Guatemala. Aceptaron  y gestionaron ellos mismos que los pasajes los donaran las universidades y accedieron alojarse en la casa de la escritora durante su estancia aquí.

Cuando el jefe se enteró de aquel programa se escandalizó. No, le dijo, no podemos hacer nada más que cuatro actividades en todo el año. Ella pregunto por qué y él no supo responder. La escritora había hablado con algunos empleados de la Biblioteca que estaban complacidos con el programa cultural que se iba armando y prometieron apoyarla en todo. Se veían felices, habían perdido las caras largas que mostraban generalmente. Dejaron de pedir permiso para ir al IGSS al menor estornudo.

En enero, y ya con todo comenzando a moverse, la escritora fue a la Contraloría Nacional a obtener su finiquito. Aun con ayuda interna y externa el trámite dura unas tres semanas. Cuando tuvo el finiquito en sus manos, la escritora corrió a la Dirección de Recursos Humanos. Era una mañana hermosa, y había pasado a Santo Domingo a agradecerle a la Virgen del Rosario el poder haber armado al menos un programa cultural. Mientras tanto, ya se formaba  un comité de amigos de la biblioteca que ya ayudaría en otros menesteres. Ella iba a dirigirse al Congreso para hablar con los jefes de bancadas a fin de que dotaran de más fondos a la Biblioteca, a la Hemeroteca, al Archivo General de Centro América.

Ya tenía una fecha y hora para hablar con los congresistas.

La Directora de Recursos Humanos la recibió con el rostro fruncido.  Hace diez minutos, le dijo, me llamó su jefe. A él le corresponde despedirla, pero no se atreve. Quiere que yo lo haga, y ese no es mi trabajo. Yo solo puedo darle una constancia de que trabajó cuatro meses del año pasado en la Biblioteca. Ya hay una persona nombrada en el puesto, por recomendación de fulano. El señor que pasa las mañanas sentado en un sofá del despacho de la dirección de la Biblioteca.

Cuando los amigos de la escritora se enteraron, se disgustaron un poco, arriaron velas y se hicieron a un lado. Ni conferencias, ni donaciones, ni nada. La Biblioteca continúa igual, deteriorándose, vacía, cerrada los sábados, y de vacaciones desde noviembre hasta enero.


Y allí sigue el señor, sentándose toda las mañanas en un sofá, porque no tiene nada qué hacer ni a dónde ir. La escritora pensó que la vida no dejar de ofrecerle sorpresas. Le dieron un puesto que no había pedido y se lo quitaron sin saber por qué. O a lo mejor sí sabe, porque recuerda que la nueva directora tiene un busto generoso, y hay un refrán por ahí que habla de carretas, entre otras cosas. Me parece.  

miércoles, julio 03, 2013

A veces una regresa

Crónicas es otro blog que sufrió con mi ausencia, pero ahora regreso.

jueves, octubre 09, 2008

Monteforte

Lo conocí personalmente en los años ochenta, cuando regresó a Guatemala, luego de haberse instaurado aquí la democracia formal que no despega ni con canciones porque sí, mucho éxito macroeconómico, pero la pobreza nos ahoga, asunto que le debemos casi enteramente a la oligarquía, pero también a las recetas de los organismos financieros internacionales, cuyas fórmulas han variado sin que la crema de la crema nacional se haya dado por enterada.

Venía Monteforte de su autoexilio en México, pero le había dado la vuelta al mundo en varias ocasiones. De hecho, cada vez que la posibilidad de un viaje asomaba, hacía rápidamente su maleta. Durante varios años viajamos juntos a conferencias y festivales literarios, de manera que tuvimos suficiente tiempo para hablar de todo, sin que nos interrumpieran con sandeces.

Mezclábamos nuestros particulares asombros ante la pobreza intelectual de los tiempos. Nos pasmaban las casas despobladas de libros que proliferan en la actualidad, donde los cuadros -—difícilmente se les puede aceptar como arte—- que cuelgan en sus paredes han sido escogidos porque hacen juego con la alfombra o con el tapizado de los muebles.

Y aunque hablábamos mucho de literatura, de escritores, de pintores, me gustaba empujarlo a que hablara de sus viajes, de sus amigos, de las familias guatemaltecas que vivían en las ahora abandonadas casonas de la zona uno. Las anécdotas de Mario eran fabulosas, y me admiraba su capacidad mimética para adoptar voces y mohines con los que aderezaba sus relatos.

Me gustaba cocinar para él, soberano absoluto de la palabra y los relatos en algún grupo pequeño y familiar. Aun cuando en los últimos años de su vida había cambiado sus hábitos alimenticios, no desdeñaba un trozo de quiche lorraine o de cualquier otro alimento igual de contundente pero apetecible.

Mario pertenecía a una especie en vías de extinción. A esa variedad pertenecían mi padre y un buen número de sus compañeros de El Imparcial. Cuando entré a mi vez a ese diario, encontré a una serie de periodistas irrepetible. Eran intelectuales de verdad. Tan solo uno, entre ellos, había pasado por las aulas universitarias. Pero el que no fueran académicos no impedía que poseyeran una cultura inmensa, universal.

Mario pertenecía a esa estirpe que parece agonizar entre los oropeles del mercado y sus secuelas de ignorancia. Sin duda porque con él me era fácil retomar las conversaciones que se truncaron cuando mi padre murió, cuando desaparecieron sus colegas de El Imparcial, me aficioné a su trato. Poseía una vena irascible a la que le hice muy poco caso y que aprendí a eludir con ligereza.

Mis hijos, me dijo una vez en un avión de regreso a Guatemala, deben pensar en mí como en un dinosaurio, como algo muy raro. Son exitosos en términos económicos y debe parecerles incongruente un hombre como yo, que no posee nada excepto libros y cuadros.

Veníamos de una ciudad en cuyo aeropuerto varios académicos europeos se habían fotografiado a su lado, como si quisieran que se les pegara algo de su genio, de su claridad de pensamiento, de su arrojo para lanzarse a las más fantásticas empresas a pesar de su edad avanzada.

Me costó mucho llanto la enfermedad que se lo llevó de este mundo, y rehusé tercamente —-negación, dicen los psicólogos-— acudir al acto en el que sus cenizas fueron derramadas en el lago de Atitlán.

Pero en días como este, cuando la torpe claridad de las cinco de la mañana da paso a una luz celeste y fría, venida del norte con el viento que despeja el cielo de los nubarrones y la lluvia, mis seres queridos parecen descender al balcón de la biblioteca.

Y esta mañana ha sido Mario, asombrosamente joven -—como cuando fue presidente del Congreso, en una era fresca y lozana para el país—- y estaba acompañado de una mujer, joven también, de pelo rubio y ojos verdes. La princesa Yolanda de Italia, sin duda; la mujer que le robó el seso cuando apenas era un niño y vio su fotografía en una revista. Juntos, finalmente. Tomados de la mano se perdieron entre la luz del día.