Miedo en la noche
Mi padre fue invitado a
recorrer Estados Unidos de costa a costa en compañía de periodistas de otros países
latinoamericanos, imagino que como parte de algún plan de relaciones públicas por la Segunda Guerra Mundial. Cuando partió, mi madre estaba llegando al
final de su tercer embarazo y aunque le había ofrecido a mi padre que iría a un
hospital a tener el niño, la verdad es que llamó a una comadrona que en ese momento
tenía un gran prestigio en el país. Mi hermano mayor y yo habíamos nacido en
centros hospitalarios sin contratiempo alguno y mamá muy confiada en su salud, arregló
todo en secreto para que el niño naciera en casa. Siempre había la oportunidad
de salir rápidamente en carro en dirección de un centro que entonces se
llamaban casas de salud, si surgía alguna complicación.
Guerrita, el chofer, estaba
presto con su automóvil para hacer el traslado, de ser necesario. No sé cuántos
automóviles había en Guatemala, pero todas las calles eran de doble vía y en
cada cuadra podían encontrarse dos o
tres automóviles, así que no había temor de atascos, ni de que el parto
sucediera a bordo de un auto. Claro que yo desconocía todo aquello.
El 12 de septiembre había
cumplido años yo, y mamá había mandado a hacer un pastel impresionante en la
pastelería de Monsieur Simon. Siempre los preparaba ella, pero aquel vientre le
pesaba, la cansaba horrores y por primera vez en mi vida –que tampoco era muy
larga, apenas seis años—no hizo mi pastel y envió a mi tío a recoger aquella
delicia de bizcocho con mermeladas y
cremas entre capa y capa, cubierto con
un fondant color rosa coronado con adornos de mantequilla batida, encargado una
semana antes.
Un pequeño resto del
pastel quedaba el día 15 y mi madre, que había llamado a casa a su hermano Aurelio
por razones que yo desconocía, me puso aquel trozo en un plato de cartón, lo
cubrió con una servilleta de papel y llamando a la Yaya le dio instrucciones
para que me llevara a ver el desfile que conmemoraba la independencia. Salimos
obedientes y caminamos hacia el parque central donde vimos desfilar a soldados
y estudiantes, escuchamos las bandas que producían aquellas melodías marciales
a cuyo ritmo marchaban los uniformados y agitamos banderitas celestes y blancas
como todo el mundo.
Cuando terminó de pasar el
desfile era casi mediodía. El calor del sol era muy fuerte y entonces la Yaya, que
me admiró porque caminaba a un paso muy lento, me invitó a entrar a la Palace a
tomar una leche malteada que no me quitó la sed pero me dejó satisfecha.
Enfilamos, siempre despacio, por la sexta avenida y bajamos luego la trece
calle en camino a casa.
Desde la puerta se
escuchaba el llanto de un niño, y mi madre, metida en su cama, y mi tío
sentado en una de las sillas forradas con brocado de seda que la abuela había traído de España, estaban embelesados
viendo aquel bulto llorón que doña Natalia, la comadrona, acababa de poner al lado
de mamá para que le diera el pecho.
Siendo niña, me alegré de
tener un hermanito. No sucedió como cuando nací, que mi hermano mayor, muerto
de celos, aprovechaba cualquier ocasión para quitarme las mantillas a que me
diera frío o me obsequiara con un pellizco en el pie.
Aquel niño que acaba de
nacer se convirtió en mi sombra en cuanto pudo caminar y juntos, años más tarde,
recorrimos las ferias de Jocotenango, cosechando
premios en los puestos de tiro porque teníamos –y continuamos teniendo—una puntería
poco común.
Antes de ese tiempo,
salíamos a las cinco de la mañana de casa, en las cercanías de la iglesia de
Belén, y caminábamos hacia el barranco donde estaba la piscina de El Tuerto, en
el fondo de un barranco al Oriente de la ciudad. Allí aprendimos a nadar con
Tony Monterroso, y regresábamos contentísimos a casa a devorar un copioso
desayuno.
Jorge, como se llama mi
hermano menor, iba conmigo todas las tardes al parque central. Yo patinaba y él
se quedaba jugando ente los arriates, despedazando los rosales y jorobando a
los bichos que encontraba entre las plantas, y en general, anduvo pegado a mí durante
toda mi adolescencia, martirizando a los pretendientes que tuve.
Cuando yo ya me había
casado se fue a estudiar a Estados Unidos. Cachi, su novia de toda la vida, se
pasaba el tiempo viendo hacia arriba, como si con aquellas miradas fuera a
materializarse mi hermano en un avión que pasaba. Suspiraba con las canciones de Paul Anka. En
fin, cuando Jorge regresó, se casaron en una ceremonia hermosa en la basílica
de Santo Domingo y continúan casados hasta la fecha. Tuvieron tres hijos:
Jorge, Rosarito y Augusto, que lleva el nombre del padre de Cachi. Que no se
llama Cachi sino Amanda, pero nadie le dice su verdadero nombre.
Jorgito murió, víctima de
la violencia espantosa de este país. Cosa de estar en el lugar equivocado cuando
algunos desalmados pasaron ametrallando a un hombre. De esto hace casi un año
pero no nos acostumbramos a la idea de su muerte adelantada. Mi hermano y su
mujer parecieron envejecer prematuramente y todos hemos llevado nuestro duelo
como hemos podido, pero en silencio, porque hay cosas que no nos gusta recordar
ni comentar. Hay ciertas procesiones que llevamos por dentro.
La afección de la columna
que sufre Cachi empeoró, pero mi hermano comenzó a deprimirse cada día más y
más.
Lo cierto es que hace una
semana tuvo que ser conducido a un hospital con toda rapidez porque sufrió ciertas
descompensaciones que por poco lo matan. Cuando lo fui a ver al intensivo,
me llevé una impresión aterradora, pero no dije nada porque su mujer y sus
hijos estaban en la salita de espera y fingí todo lo que pude.
Rosarito está casada con
un médico, un marido maravilloso de esos
que jamás encontré en mi vida. Lo ha cuidado como a un padre, y creo que todos respiramos
un poco mejor cuando nos anunció que llevarían a mi hermano a una habitación
del hospital, lejos de todos aquellos aparatos que me parecieron instrumentos
de tortura pero que en realidad, lo sacaron de esa gravedad.
Esta mañana, al hablar con
mi sobrina Rosarito me enteré de que los médicos le habían encontrado ‘algo’ en
el corazón, ‘algo’ en los pulmones’. Que el cardiólogo se encuentra preocupado
porque las toses y estertores que le sobrevienen por ese ‘algo’ en los pulmones
ponen en peligro al corazón.
He llamado a Fernando el
médico y esposo de Rosario quien no ha podido hablar conmigo. Lo que temo es
que no quiera hablar conmigo.
Y aquí estoy, recordando entre
agua de sal que resbala por mis mejillas, jirones de las experiencias
compartidas con el hermano menor, antes de que ambos nos casáramos, cada cual a
su tiempo; y tomando fuerzas para llamar por teléfono a Fernando y pedirle que
me explique claramente qué son esos ‘algo’ que martirizan a Jorge en la espalda y en el
pecho.
Siento miedo. La verdad,
siento miedo.
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