domingo, julio 14, 2013

Carmen Lucía

Ahora que mi hija pequeña ha comenzado —en Facebook para más inri— una especie de novena del siglo, no de la iglesia, agradeciendo durante 21 días por todas las personas y cosas buenas que la rodean y la han rodeado siempre, me ha regresado vívido el recuerdo de las circunstancias en que nació.

Era el principio de los años sesenta y en Guatemala vivíamos  en estado de sitio y con toque de queda, lo que duró bastantes años. Ya más tarde, bajo la égida de Carlos Arana Osorio era preciso llevar la luz interna del automóvil encendida en cuanto comenzaba a caer la tarde. Y era normal que a media calle, en cualquier parte, te esperara un soldado con un rile apuntándote, por lo que me acostumbré a manejar a baja velocidad, no fuera a ser que atropellara al soldado o que el soldado me metiera dos tiros entre ceja y ceja. Ninguna de las dos cosas era simpática.

Conste que el morir te salvaba de muchos eventos poco apacibles, porque si atropellabas al soldado, no quiero anotar aquí qué te esperaba, ni en dónde, entre los muchos centros de vacaciones que existían entonces, donde había entretenimientos tal vez más violentos que las montañas rusas de los parques de Disney.

Con la firma de la paz, esos centros fueron cerrándose poco a poco, con sus esqueletos entre el armario aparentemente bien guardados, aunque  los forenses los vayan encontrando de a poquito y entonces, los deudos queden un poco más tranquilos porque ya saben dónde están sus, hasta ese momento, desparecidos.

Tras la firma de la paz lo que se puso en boga fue el descalabro del presupuesto nacional en beneficio de una gran mayoría de funcionarios, y los arreglos entre los representantes del Estado y las compañías nacionales y extranjeras para que Guatemala entre a la posmodernidad de la explotación minera, petrolera y todo lo que se ponga a tiro.

Pero me he alejado del tema principal, que es el nacimiento de Carmen Lucía.

Serían las once de la noche cuando desperté. Me había acostado en una cama y ahora flotaba en una especie de piscina para niños. Había roto la fuente. Faltaba un mes para que se cumpliera el plazo normal del nacimiento del niño. Y digo niño porque en ese tiempo todavía gozábamos la sorpresa de que solamente hasta el momento del parto nos enteráramos de si teníamos una hija o un hijo. El galeno lo anunciaba a voces y te acercaba la criatura para que comprobaras la aseveración.

Llamé al médico y me dio una sola instrucción: nos vamos al hospital. Pero cómo, indagué, si no podemos salir a la calle. No tengás pena, respondió Neto —el  para mí adorable Neto Alarcón— yo me encargo de eso.  ¿Tenés dolores? No. Entonces, hacé un poco de teatro en beneficio de los que te lleguen a buscar y te escolten al hospital.

A  los diez minutos había frente a la casa un jeep cargado con soldados y casi, casi artillado como para asalto a lugar peligroso.

Dónde está la señora, preguntó el que llevaba la voz cantante. Salí de casa haciendo muecas  de dolor y retorciéndome como alguien necesitado de un exorcismo. El padre de la criatura sacó el automóvil del garaje y yo, aparentemente a duras penas, me metí en el asiento junto al conductor.

Vamos a ir despacio dijo el jefe, pero no tanto como para que el niño pueda nacer en el camino. Sígame, le ordenó a mi marido y en cuanto salimos a la calle nos percatamos de que atrás iba otro jeep a lo mejor con más soldados y más armas que el primero. En medio de todo, aquello era divertido, quién sabe cuántas madres listas a parir fueron a parar al hospital  en parecidas circunstancias, en esa época.

Al llegar al hospital, el jefe se cuadró frente a mi marido, le dio la mano y a mí me deseó muy buena suerte. Hay que aclarar que en eso, sus augurios no estaban equivocados. He tenido suerte con Carmen Lucía y con mis otras dos hijas, mayores que ella: Ana Silvia e Irene, que esa noche, bien dormidas, quedaron a cargo de las inefables Yaya y Hilda. La Yaya, mi nana hasta cuando falleció, cerca de los 90 años. La Hilda, que era entonces casi una niña, sigue en la familia, es parte de la familia, como lo fue la Yaya y se encarga de enderezar a todo el mundo que se le sitúe cerca.

 Creo —y esto es un aparte muy necesario— que necesitaríamos más de 21 días para agradecer por todas las personas y cosas buenas que han pasado o se encuentran en nuestras vidas.

Pero regresemos al hospital. Dormí como una bendita. Quien no durmió fue Neto, que se cercaba a cada rato con un instrumento que llevaba alrededor de la cabeza, que bauticé como la trompeta celestial, y que me aplicaba en el vientre con un rostro inexpresivo, pero que luego supe que era también una actuación.

La niña, a quien ya infante le hubieran recetado ritalina si no hubiera sido porque era costumbre que abominaba  el pediatra, otro médico extraordinario, el doctor Argueta von Kaenel, mostró sus facultades de inquieta a morir desde que estaba en mi vientre. Y llevaba enrollado al cuello el cordón umbilical. Ello mantenía preocupado a Neto, quien permaneció a mi lado desde medianoche hasta por ahí por las cinco y media de la tarde. Yo no tenía contracciones y como no estaba enterada de nada, gozaba el descanso en la cama. Echaba de menos una alimentación como Dios manda, pero qué le íbamos a hacer.

A las cinco y media Neto me anunció que había que utilizar un suero especial para estimular el parto. Y no me opuse a ello, en  primer lugar porque Neto sabía siempre lo que hacía y en segundo lugar porque yo no sabía lo que me esperaba. Dice alguien pitocín y me regresa  el recuerdo de aquellas contracciones terribles, dolorosísimas, pero  que dieron como resultado que a poco más de media hora, Carmen Lucía viniera al mundo.

Un minuto antes del nacimiento, ya en la camilla de la sala de partos, creí que alguien malintencionado había metido una de las torres de Catedral por el orificio donde iba a salir la niña. Luego supe que era la diestra mano de Neto, que le quitó el cordón del cuello a la bebé antes de que saliera su cabeza por el canal de rigor.

Luego de embelesarme viendo a aquella que iba a llamarse Carmen Lucía, le dejé ir para que la bañaran y la arroparan. Entonces sí que me quejé con Neto y le dije que tenía un hambre de todos los demonios. Me tomó la presión y otros signos vitales e inmediatamente ordenó mi cena. Me  llevaron una bandeja así de grande con la comida que devoré con el mayor de los gustos.

Apenas terminé de cenar, me llevaron a la pequeña, que en efecto lo era, como corresponde a una ochomesina y le di el primer calostro que probó en su vida.




1 Comments:

Blogger Lucia said...

Pues a quién se le ocurre que iba a nacer a media noche? Ni hablar, de nacer sería en horas de la tarde, como corresponde a una niña de buenas maneras. jajajaja

6:45 p. m.  

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