Carmen Lucía
Ahora que mi
hija pequeña ha comenzado —en Facebook para más inri— una especie de novena del
siglo, no de la iglesia, agradeciendo durante 21 días por todas las personas y
cosas buenas que la rodean y la han rodeado siempre, me ha regresado vívido el
recuerdo de las circunstancias en que nació.
Era el principio
de los años sesenta y en Guatemala vivíamos en estado de sitio y con toque de queda, lo
que duró bastantes años. Ya más tarde, bajo la égida de Carlos Arana Osorio era
preciso llevar la luz interna del automóvil encendida en cuanto comenzaba a
caer la tarde. Y era normal que a media calle, en cualquier parte, te esperara un
soldado con un rile apuntándote, por lo que me acostumbré a manejar a baja
velocidad, no fuera a ser que atropellara al soldado o que el soldado me
metiera dos tiros entre ceja y ceja. Ninguna de las dos cosas era simpática.
Conste que el morir
te salvaba de muchos eventos poco apacibles, porque si atropellabas al soldado,
no quiero anotar aquí qué te esperaba, ni en dónde, entre los muchos centros de
vacaciones que existían entonces, donde había entretenimientos tal vez más
violentos que las montañas rusas de los parques de Disney.
Con la firma
de la paz, esos centros fueron cerrándose poco a poco, con sus esqueletos entre
el armario aparentemente bien guardados, aunque
los forenses los vayan encontrando de a poquito y entonces, los deudos
queden un poco más tranquilos porque ya saben dónde están sus, hasta ese momento,
desparecidos.
Tras la firma
de la paz lo que se puso en boga fue el descalabro del presupuesto nacional en beneficio
de una gran mayoría de funcionarios, y los arreglos entre los representantes del
Estado y las compañías nacionales y extranjeras para que Guatemala entre a la posmodernidad
de la explotación minera, petrolera y todo lo que se ponga a tiro.
Pero me he alejado del tema principal, que es
el nacimiento de Carmen Lucía.
Serían las once
de la noche cuando desperté. Me había acostado en una cama y ahora flotaba en
una especie de piscina para niños. Había roto la fuente. Faltaba un mes para
que se cumpliera el plazo normal del nacimiento del niño. Y digo niño porque en
ese tiempo todavía gozábamos la sorpresa de que solamente hasta el momento del
parto nos enteráramos de si teníamos una hija o un hijo. El galeno lo anunciaba
a voces y te acercaba la criatura para que comprobaras la aseveración.
Llamé al
médico y me dio una sola instrucción: nos vamos al hospital. Pero cómo, indagué,
si no podemos salir a la calle. No tengás pena, respondió Neto —el para mí adorable Neto Alarcón— yo me encargo
de eso. ¿Tenés dolores? No. Entonces,
hacé un poco de teatro en beneficio de los que te lleguen a buscar y te escolten
al hospital.
A los diez minutos había frente a la casa un
jeep cargado con soldados y casi, casi artillado como para asalto a lugar
peligroso.
Dónde está la
señora, preguntó el que llevaba la voz cantante. Salí de casa haciendo muecas de dolor y retorciéndome como alguien
necesitado de un exorcismo. El padre de la criatura sacó el automóvil del garaje
y yo, aparentemente a duras penas, me metí en el asiento junto al conductor.
Vamos a ir
despacio dijo el jefe, pero no tanto como para que el niño pueda nacer en el
camino. Sígame, le ordenó a mi marido y en cuanto salimos a la calle nos
percatamos de que atrás iba otro jeep a lo mejor con más soldados y más armas que
el primero. En medio de todo, aquello era divertido, quién sabe cuántas madres
listas a parir fueron a parar al hospital en parecidas circunstancias, en esa época.
Al llegar al hospital,
el jefe se cuadró frente a mi marido, le dio la mano y a mí me deseó muy buena
suerte. Hay que aclarar que en eso, sus augurios no estaban equivocados. He tenido
suerte con Carmen Lucía y con mis otras dos hijas, mayores que ella: Ana Silvia
e Irene, que esa noche, bien dormidas, quedaron a cargo de las inefables Yaya y
Hilda. La Yaya, mi nana hasta cuando falleció, cerca de los 90 años. La Hilda, que
era entonces casi una niña, sigue en la familia, es parte de la familia, como lo
fue la Yaya y se encarga de enderezar a todo el mundo que se le sitúe cerca.
Creo —y esto es un aparte muy necesario— que necesitaríamos
más de 21 días para agradecer por todas las personas y cosas buenas que han
pasado o se encuentran en nuestras vidas.
Pero
regresemos al hospital. Dormí como una bendita. Quien no durmió fue Neto, que
se cercaba a cada rato con un instrumento que llevaba alrededor de la cabeza,
que bauticé como la trompeta celestial, y que me aplicaba en el vientre con un
rostro inexpresivo, pero que luego supe que era también una actuación.
La niña, a quien
ya infante le hubieran recetado ritalina si no hubiera sido porque era
costumbre que abominaba el pediatra, otro
médico extraordinario, el doctor Argueta von Kaenel, mostró sus facultades de
inquieta a morir desde que estaba en mi vientre. Y llevaba enrollado al cuello
el cordón umbilical. Ello mantenía preocupado a Neto, quien permaneció a mi
lado desde medianoche hasta por ahí por las cinco y media de la tarde. Yo no tenía
contracciones y como no estaba enterada de nada, gozaba el descanso en la cama.
Echaba de menos una alimentación como Dios manda, pero qué le íbamos a hacer.
A las cinco y
media Neto me anunció que había que utilizar un suero especial para estimular
el parto. Y no me opuse a ello, en
primer lugar porque Neto sabía siempre lo que hacía y en segundo lugar
porque yo no sabía lo que me esperaba. Dice alguien pitocín y me regresa el recuerdo de aquellas contracciones
terribles, dolorosísimas, pero que dieron como resultado que a poco más de
media hora, Carmen Lucía viniera al mundo.
Un minuto
antes del nacimiento, ya en la camilla de la sala de partos, creí que alguien
malintencionado había metido una de las torres de Catedral por el orificio
donde iba a salir la niña. Luego supe que era la diestra mano de Neto, que le
quitó el cordón del cuello a la bebé antes de que saliera su cabeza por el
canal de rigor.
Luego de
embelesarme viendo a aquella que iba a llamarse Carmen Lucía, le dejé ir para
que la bañaran y la arroparan. Entonces sí que me quejé con Neto y le dije que
tenía un hambre de todos los demonios. Me tomó la presión y otros signos
vitales e inmediatamente ordenó mi cena. Me
llevaron una bandeja así de grande con la comida que devoré con el mayor
de los gustos.
Apenas terminé
de cenar, me llevaron a la pequeña, que en efecto lo era, como corresponde a una
ochomesina y le di el primer calostro que probó en su vida.
1 Comments:
Pues a quién se le ocurre que iba a nacer a media noche? Ni hablar, de nacer sería en horas de la tarde, como corresponde a una niña de buenas maneras. jajajaja
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