Angustia familiar
Hoy quiero hablar de mi tía Marta. Nació y vivió toda su vida en Chichicastenango. Me gustaba ir a verla y pasar unos días con ella y mi prima Vilma en su inmensa casa situada en una de las partes más altas del pueblo. De niños, los primos nos reuníamos para Semana Santa en Chichi y a varios nos gustaba echar pino en el piso de madera del altillo y poner encima de esa alfombra olorosa y verde los colchones en que íbamos a dormir.
Desde la ventana de mi cuarto en el altillo se veían las torres de la iglesia y los techos de teja de las casas que quedaban al sur. Jamás pude ver el cerro donde se venera a Pascual Abaj porque Chichi está sembrado entre altos montes y las nubes suelen cubrir el pueblo arropándolo entre su grisáceo manto.
De pequeños no prestábamos atención a las cuestiones de los mayores. Salíamos corriendo atropellándonos por las calles y asustando a la gente que veía mal a la bandada de niños gritones cuyas costumbres no eran ortodoxas. Al menos para Chichi.
Ya adolescente comencé a darme cuenta de que mi tía no salía casi nunca, Comía a las horas exactas, acompañándose de unas pastillitas color rosa que siempre llevaba en un bolsillo. Se quejaba de que sufría del corazón y en muy pocas ocasiones la vi bajar la cuesta que conducía al pueblo. Para sacarla era preciso parquear el carro frente a la puerta. Entonces se subía feliz y nos íbamos hacia el río del molino u otro paraje de esos maravillosos donde hacíamos día de campo y ella permanecía muy tranquila bajo la sombra de algún árbol.
Más tarde, cuando ya tuve hijas y llegaba con ellas a Chichi noté que la tía Marta vivía un suplicio: tenía toda una serie de síntomas aterradores, temía morir en cualquier momento y ya no sentía gusto por ir en carro. Años más tarde, cuando un médico me diagnosticó el desorden generalizado de angustia que ha sembrado de horror algunas épocas de mi vida, y que me llevó –igual que a mi tía— hasta la agorafobia, comprendí lo que había sufrido Marta, a quien siempre acusaron de neurótica. Para entonces, Marta ya había muerto y los valiums no le sirvieron de gran cosa en vida.
En estos días me encuentro dejando cautelosamente los medicamentos que debo tomar a veces, cuando la angustia –que es un mal genético sin duda porque varios en la familia la sufrimos—hinca su afilada trompa en mi cerebro y amenaza con dejarme encerrada para siempre.
Y cada vez que la vida, triunfal y gloriosa, le gana el pleito a la angustia pienso en Marta y en sus terribles días.
Desde la ventana de mi cuarto en el altillo se veían las torres de la iglesia y los techos de teja de las casas que quedaban al sur. Jamás pude ver el cerro donde se venera a Pascual Abaj porque Chichi está sembrado entre altos montes y las nubes suelen cubrir el pueblo arropándolo entre su grisáceo manto.
De pequeños no prestábamos atención a las cuestiones de los mayores. Salíamos corriendo atropellándonos por las calles y asustando a la gente que veía mal a la bandada de niños gritones cuyas costumbres no eran ortodoxas. Al menos para Chichi.
Ya adolescente comencé a darme cuenta de que mi tía no salía casi nunca, Comía a las horas exactas, acompañándose de unas pastillitas color rosa que siempre llevaba en un bolsillo. Se quejaba de que sufría del corazón y en muy pocas ocasiones la vi bajar la cuesta que conducía al pueblo. Para sacarla era preciso parquear el carro frente a la puerta. Entonces se subía feliz y nos íbamos hacia el río del molino u otro paraje de esos maravillosos donde hacíamos día de campo y ella permanecía muy tranquila bajo la sombra de algún árbol.
Más tarde, cuando ya tuve hijas y llegaba con ellas a Chichi noté que la tía Marta vivía un suplicio: tenía toda una serie de síntomas aterradores, temía morir en cualquier momento y ya no sentía gusto por ir en carro. Años más tarde, cuando un médico me diagnosticó el desorden generalizado de angustia que ha sembrado de horror algunas épocas de mi vida, y que me llevó –igual que a mi tía— hasta la agorafobia, comprendí lo que había sufrido Marta, a quien siempre acusaron de neurótica. Para entonces, Marta ya había muerto y los valiums no le sirvieron de gran cosa en vida.
En estos días me encuentro dejando cautelosamente los medicamentos que debo tomar a veces, cuando la angustia –que es un mal genético sin duda porque varios en la familia la sufrimos—hinca su afilada trompa en mi cerebro y amenaza con dejarme encerrada para siempre.
Y cada vez que la vida, triunfal y gloriosa, le gana el pleito a la angustia pienso en Marta y en sus terribles días.
4 Comments:
Independientemente de mi absurda idea de que los nombres de sus blogs están cruzados, ud. dispense señora doña Ana; bienvenida sea esta nueva criatura suya.
Saludos fraternales y solidarios
Amén
Que lindo Chichi, y ... que conmovedora historia, no por la tía, sino por tu propia batalla. Ana, con un año de experiencia en el blog, me atrevo a sugerir que busque un poco el anonimato al escribir temas tan personales sobre todo por su vida pública en una sociedad algo prejuiciosa en temas de salud ...
Yo personalmente he deseado expresarme en palabras similares obre un padecimiento personal y las implicaciones de haber descubierto a mi padre víctima del mismo mal, pero saber que "uno nunca sabe quien" lo puede leer y usar para mal (como he presenciado en mi espacio y otros) me he evitado esa oportunidad. Claro, lo haría si fuése anónimo mi blog, pero ya no lo es...
Un abrazo muy cordial... de un compatriota que nunca te ha visto, pero ya ha leído de tu interior.
Bah! Lo que uno mismo cuenta de sí mismo no puede hacerle daño. Es una parte mínima de la vida. Y puede servirle a alguien que tiene la misma enfermedad y cree que no tiene alivio.
Publicar un comentario
<< Home