miércoles, agosto 07, 2013

La felicidad

 

Hay por ahí una fotografía de hace ya varios años en la que aparecen mis hijas acompañadas por sus respectivos esposos, apiñados todos en un sofá bajo un cuadro redondo, rojo todo él, de Ramírez Amaya.  Creo que en esa época trabajaba yo en la revista Crónica. La fotografía fue tomada por mí y muestra a seis jóvenes sonrientes.  Para mí aquella época fue Camelot.

Aquellos jóvenes han cambiado.  Algunos más que otros, o tal vez ya estaba en ellos la génesis de lo que ahora son y no nos habíamos dado cuenta; sin duda, ya no es posible regresar a Crónica. De manera que mi felicidad, el día de hoy, es algo basado en realidades diferentes.

         Esta mañana, mi empleada mostró un gran asombro porque alguien le dijo que la delgada mujer que muestra una fotografía en nuestro dormitorio era yo. Y comentó algo sobre mi buena apariencia en ella y asentí, mientras pensaba cuán infeliz me sentía en la época en que fue tomada.

         Soñé esta noche pasada con mis hijas. Vivíamos todas juntas como cuando eran solteras, y en la casa había unos gatitos de distintos colores, juguetones y amables, que corrían por todos lados. Cualquier psicólogo que lea estas líneas sonreirá internamente pensando en que el sueño explícito está en relación exacta con el símbolo de los gatos pequeños y amorosos.

         Y es que, ciertamente, mis hijas han sido fuente fundamental de felicidad en mi vida.  En primer lugar, fueron lo que son todos los niños del mundo: motivo de asombro, de alegría, de contento físico al abrazarlas, de orgullo materno al verlas crecer.  Luego, fueron anclas poderosas en el momento de las mayores tempestades del país, cuando parecía que íbamos a hundirnos en un mar de sangre.

         A su debido tiempo se fueron de la casa y regresaron con otros niños entre sus brazos, con lo cual mis niveles de alegría han subido a cotas altísimas.

         En estos días, unos ramalazos de felicidad me azotan —porque creo que la felicidad no es un algo sostenido, sino una especie de leit motiv que está latente siempre en la pieza total—       cuando María Cristina o Alejandro aparecen en la pantalla de la computadora y puedo hablar con ellos, aunque estén en Israel, en un kibbutz cercano a Haifa probando sus alas jóvenes.

         Y si los otros nietos se instalan en la casa, el sentimiento es el mismo, y hay que beberlo lentamente y saborearlo, porque ya se sabe, los adolescentes pasan más tiempo con sus amigos que con la familia.

         Amigos. Tengo los mejores. Siempre he tenido amigos muy queridos; inteligentes, cariñosos y transparentes. Hay por ahí una que otra personalidad oscura, pero que en medio de sus contradicciones también me tiene afecto. Jamás me han faltado amigos aunque no los vea todos los días, aunque unos estén en Milán y París y Nueva York y Tuscaloosa; en Miami, en México, en Viena, en Bogotá, en Medellín, en Buenos Aires, en Jerusalem, en Lima.

         Tengo amigos en Guatemala, afortunadamente. Y me han socorrido en épocas de mala salud, de depresión o de angustia, que de todo hay en la viña del Señor.  Y hubo amigos en el pasado, que se nos han adelantado y están ahora en algún lado del universo, convertidos en luz o en algo más hermoso.
         Con la familia y con esos amigos, que son también familia, hemos atravesado toda clase de momentos y circunstancias: sociales o personales. Y el lazo continúa ahí, firme y seguro, porque está basado en cuestiones esenciales y humanas.

         Claro que hay épocas negras y aterradoras. Claro que hay momentos en que el alma pareciera no dar más y amenaza diciendo hasta aquí llego.  Son períodos densos, en los que el espíritu se entierra y permanece allá abajo durante cierto tiempo, para enraizarse, tomar fuerza y surgir de nuevo buscando el aire.
         Por lo demás, el tiempo pasa mansamente, y en días  como este, me doy cuenta de que poseo una ventana desde la que veo mucho verde, retazos de ciudad, las montañas del Oeste, unas cuantas nubes desperdigadas por el cielo. El día se anuncia tranquilo porque es domingo. Y mi gato, como si supiera que es fiesta, llega, se instala bajo el suave sol de las siete de la mañana y comienza a dar zarpazos rasgando el ambiente cristalino y dorado.