jueves, septiembre 25, 2008

La añorada selva

La primera vez que fui a Tikal por tierra iba en un jeep que se cobró la tarea de acarrearme con un dolor de huesos muy focalizados en las articulaciones coxofemorales, por decir elegantemente el trasero. Pero el viaje valió la pena. Avanzábamos apenas por una especie de trocha en medio de la selva, cuyo palio verde se aclaraba hasta flirtear con el amarillo en la medida en que el sol subía por el cielo y que se tornaba casi negro al momento del atardecer.

A veces, para beber un poco de agua y estirar las piernas, parábamos el vehículo y entonces nos llegaban plenos los ruidos de la selva. Muy lejanos, los rugidos de algunos felinos. Los sonidos persistentes de los bichos que se unían en un zumbido uniforme, y algunos ruidos como de lanzadera, súbitos, en medio de los helechos y la vegetación de escasa altura. Las culebras, nos aclaraba el guía, pero por más que estirábamos el cuello, no lográbamos ver otra cosa que algunas ramas bajas moviéndose.

Los monos aulladores eran otra cosa. Recuerdo haberlos oído como a las siete de la mañana, y el instinto de conservación me hizo regresar al jeep con una celeridad poco usual. Mis compañeros se rieron de mí, pero al final admitieron que ellos también, la primera vez que escucharon sus bramidos, creyeron que eran fieras iban listas para atacarlos.

Recordé los hermosos libros de Rodríguez Macal y me parecía ver un andasolo en cualquier animalillo que cruzaba el camino con parsimonia, sin preocuparse por el ruido del motor y las exclamaciones nuestras. No conocían muy bien a los seres humanos y el vehículo era menos lento u ofensivo que un jaguar hambriento.

En determinado momento, el guía le oprimió un brazo al chofer, que paró el carro en seco y frente a nosotros, como si de una liana cualquiera se tratara, vimos a una serpiente verde y esbelta con ojos amarillo claro. Nos bajamos despacio, con miedo de hacer ruido, pero tan absorta estaba en la culebra que me doblé el tobillo al apoyarme torpemente en una piedra y el bejuco desapareció como por ensalmo.

Me echaron maldiciones y dejaron de hablarme como por una hora, hasta que el bochorno de la tarde los hizo olvidarse de cómo se habían perdido el fotografiar a la serpiente. Además, se oyeron de nuevo los aullidos de los monos y un lagarto atravesó el camino tan mansa y sosegadamente que todos se hartaron de tomarle fotos.

Si les dijera que nos tardamos casi 24 horas en llegar tal vez no me lo creerían.

La última vez que fui a Tikal llegamos apenas en unas siete u ocho horas, en un auto con aire acondicionado que avanzaba rápido por el camino asfaltado. A los lados de la carretera y a lo largo de todo el camino, había por lo menos dos kilómetros de terreno pelado. Comencé a llorar al nada más atravesar Fronteras y no volví a ver un animal sino hasta el día siguiente en Yaxhá, cuando los monos aulladores dieron las cuatro de la tarde.

Para entonces comenzaban a deshinchárseme los ojos. Pero ni aun así logre ver un andasolo.

jueves, septiembre 18, 2008

Salón de Belleza

La mujer entró a la habitación donde varias jóvenes se encargaban de alisar, teñir y aderezar a un grupo de señoras y señoritas que gorjeaban y reían sabrosamente. La mujer hizo un gesto de desagrado, llamó en voz alta, tal vez demasiado alta, a la muchacha que solía atenderla para ciertos menesteres y le ordenó: que el agua no me vaya a quemar, como la vez pasada.

Se descalzó y alcancé a ver, de reojo, unos pies anchos y ásperos que jamás podría haber sido el fetiche de hombre alguno. La pedicurista le quitó el esmalte de uñas y luego, casi haciendo una reverencia como las que se usan en las cortes europeas dejó a la clienta en remojo. Tráigame la última Hola, gruñó aquella princesa encantada a la que nadie había besado para quitarle el embrujo de sapo.

Retornó el ruido de pajaritos y de las secadoras. Una joven maravillosa se levantó y paseó por entre las sillas del salón, luciendo el recién peinado pelo antes de irse. No me vaya a dejar como a ella, dijo el sapo, digo, la mujer, echándole una mirada feroz a la peinadora, que se le acercó con cepillos y secadora en la mano. Es horrible un pelo tan tieso. Me lo alisa bien, porque la semana pasada cuando llegué al casamiento ya se me estaba acolochando, pero se fija que las puntas me queden para adentro.

La pedicurista se sentó frente a ella y comenzó su tarea de transformar aquellos ladrillos rojizos en algo aceptable. La mujer se quejaba, brincaba y regañaba a cada rato. De repente lanzó un grito y pensé que, ya fastidiada, la joven le había clavado algún instrumento, pero inmediatamente salimos, todas las presentes, de la duda.

¡Qué horror! ¡Cómo doña Letizia se hizo la cirugía plástica! Le ha quedado re ancha la nariz. Y los reyes de España ¿cómo permiten esas cosas? Ya fue terrible que se divorciara la hija mayor… ¿o no se divorció, chula? me preguntó directamente. No lo sé, respondí de mala gana. No leo esas cosas.

¿Cómo no va a leerlas? ¡Si todo el mundo las lee! Y los anteojos casi se le caen del susto. Entonces ¿qué lee, chula? Libros como estos, respondí y le enseñé un libro de Umberto Eco que mi nieto acababa de regalarme. Me lo arrebató, casi, y me lo devolvió enseguida sin duda porque no tenía fotos a colores. Volví a meter mi nariz en el libro y casi me olvidé de la vieja.

En realidad no es que haya sido vieja, es que esa es la palabra que usamos para hablar de quienes nos caen mal; y la mujer estaba haciendo todo lo posible por agriar el ambiente. Pero logré sacarla de mis pensamientos hasta que la voz martilló con insistencia. Ya no me hablaba a mí, sino al ambiente, como suelen hacerlo los políticos.

…y es que no hay nada más rechulo que Venecia. ¡Ay patojas, sobre todo esos hombres tan galanes que se lo llevan a uno a dar vueltas por los canales! Así tienen los brazos de anchos, y están tostados por el sol. Son re guapos. Lástima que yo iba con mi marido. Y soltó una risa que semejaba un graznido.

Pero donde sí me di gusto fue en Florencia. Tanto que me habían hablado de esa ciudad que preferí irme ahí aunque mi marido se regresara porque como que ya era mucho estar lejos de la finca. Me conseguí un guía de turismo que estaba hecho un mango. Y creo que le debo haber gustado porque me sonreía a cada rato. Pero Florencia es una ciudad muy triste. Se ve como amarillenta, como vieja. Y está llena de museos. A mí los museos me aburren, una pintura detrás de la otra, y como que se cansan los pies.

El que me gustó fue el David, grandote y galán. Ese sí que me lo hubiera traído a Guate. Si no fuera de mármol. Me tuve que conformar con los adornos que compré en Venecia, y una estatuita como el David. ¿Usté ha viajado a Venecia, chula? me preguntó.

Con flema británica le respondí que el doctor me tiene prohibido viajar. Pobrecita, fue su comentario. Pero debería ir a Houston, al centro médico de allá, tal vez otro doctor le dice otra cosa. Y de paso, se va a Miami, allí sí que se goza, chula. Hay un mall que uno no puede terminar de conocerlo en un día. Ni en tres días, siquiera.

Y como no le hice caso se volvió con la pedicurista. ¿Y usté que conoce, chula? Y la pobre niña se puso roja, roja, como si tuviera una fiebre altísima y solo logró decir Antigua antes de levantarse para ir a secarse las lágrimas a la habitación vecina.