domingo, abril 27, 2008

Revista Crónica, 1988

Mariana está sentada junto a la ventana. Cae una lluvia finita y la ciudad le parece más bella que de costumbre. Edificios altos, casuchas semi derruidas, el antiguo pueblo de San Gaspar, que jamás llegó a ser. El dulce costado de la zona ocho. A lo lejos, entre el azogue del agua y como flotando entre las nubes bajas, que descargan encima del lago de Amatitlán, está el Pacaya. No es perfecto, cambia de forma a cada erupción. Por eso es el que Mariana prefiere. Se parece a ella.

Hace unas semanas Mariana tomó el bisturí y cortó sin piedad. Le dolió pero tapó sus lágrimas con una sonrisa. Se le pronunciaron las ojeras bajo la capa de maquillaje y disfrazó su insomnio con lecturas y cable. Cambió de casa y le costó mucho trabajo hallar lugar para sus muebles, que no son sino restos de naufragios anteriores a ella.

Esta mañana le ha llegado un fajo de poemas. Los ha leído uno por uno, con el ojo crítico del escritor, como si no tuvieran nada que ver con ella ni con la cirugía reciente. Los ha botado a la basura considerando que es ahí donde deben estar, por razones literarias y por las otras.

No es este, piensa, un día para enturbiarse. Es un día para mecerse en él con suavidad, resguardada en la oficina, donde las cosas transcurren alegremente. Le llegan las voces de los jóvenes que retozan cerca de las computadoras. Sonríe de gusto y vuelve la vista hacia la lluvia. La cortina se espesa y el Pacaya va desapareciendo. Se fija en los que pasan por la calle. Van despacio, sin preocuparse por el agua, y Mariana se sorprende. Se queda viendo fijamente, para asegurarse de que aquel pausado caminar no es obra de su estado de ánimo. Un avión busca el aeropuerto y altera el silencio. Los autos van y vienen pero no llega hasta ella el ruido de los motores. Como la nieve, la llovizna actúa de silenciador.

Mariana piensa en cómo va a hacer para darle unidad a su libro de cuentos. Es el reto que le espera durante el próximo mes. No sabe si va a poder hacerlo pero, en todo caso, es algo que no le interesa ahora. Ahora, en este momento, su vida es una larga contemplación de la ciudad de Guatemala. Esa ciudad fea, sucia, desordenada, que no tiene nada que ver con París ni con Nueva York ni con Tokio. Esta ciudad que que le pertenece desde hace medio siglo, a la que ama con pasión y arrebato. Y piensa que algún día tendrá que cantarle todos los poemas que le ha compuesto mentalmente, celebrando su fealdad, su desorden, la mugre de sus calles, el desaliño de sus barrios pobres.

Si logró volver poético el lenguaje cotidiano, por qué no va a poder abrir los ojos a esta nueva estética de la ciudad tercermundista? Bajo la lluvia finita Guatemala sonríe y Mariana siente el calor de esta ciudad en la que, cuando llovizna, la gente continúa a su paso de costumbre.