miércoles, agosto 29, 2007

Entrar al colegio

A los seis años cambié el mundo de mi casa por el colegio. Se acabaron mis largas horas tirada en el suelo dibujando o leyendo; mis amores con el gato negro que había caído en la carbonera y que me seguía como si fuera un perrito. Los atardeceres acostada en la terraza de la casa viendo cómo las nubes cambiaban de forma y de color. Las incursiones proscritas al estudio de mi padre para sisar papeles de acuarela que me estaban vedados porque eran caros. Las salidas al callejón a jugar con los niños del barrio, cuando nos mudamos a la trece calle A, también se vieron afectadas, se fueron espaciando.

Sin darme cuenta, entrar al English American School era decirle adiós a una etapa deliciosa de mi vida. Solo años más tarde, leyendo las historias inglesas de los niños desamparados en los orfelinatos, comprendí la total dimensión de haber entrado al colegio, aunque fuera solo por ocho horas diarias con un respiro para ir a almorzar a casa. Lo que más echaba de menos en aquellos años eran los libros que se quedaban en la casa cuando, el bolsón echado a la espalda, me dirigía al colegio.

Para empezar, el patio de juegos estaba cubierto con unas losas de cemento gris --el gris más aburrido de la vida-- que además eran letales para las rodillas de las niñas que se caían sobre ellas. El cubo de la escaleras estaba forrado en madera teñida de café oscuro, un color que, en la imaginación de los dueños, era encubridor. Las telas más horrendas que he visto en muebles, vestidos, cortinas y demás, eran encubridoras. Lo que quiere decir que tenían apariencia de bosta de vaca.

No todo era malo en el colegio, había tantas cosas que aprender y algunas de las maestras eran gentiles, pero ese estar sujeta dentro de una clase durante dos horas antes de que la campana anunciara la pausa del recreo, me era difícil. Además, estaba acostumbrada al silencio, a la calma, y el bullicio me desconcertaba. Así que cuando sonaba la campana y se abría la esperanza del goce, la pobre bicha quedaba muerta allí mismo: mis compañeras corrían y gritaban como locas, yendo de un lado a otro del patio, subiendo y bajando escaleras, aullando como pieles rojas.

En realidad no tenía nada que compartir con las niñas del colegio. Mi vida interior era intensa y mis compañeros de juego del callejón, duros e implacables. Con ellos usaba todas las energías vitales que luego recuperaba leyendo o escuchando leer a mi madre, escrutando el cielo, oyendo a papá tocar el piano, sentándome a su lado mientras se dedicaba a preparar telas, a darle los toques finales a un cuadro o a modelar en arcilla.

Mis abuelos paternos eran gente sencilla que sentó sus reales en Chichicastenango, con una vida provinciana y muy próxima a la naturaleza. Mi abuela Julia lo manejaba y disponía todo en silencio. Mi abuelo Flavio, por el contrario, hablaba mucho de los temas de su profesión de antropólogo y arqueólogo. Mis abuelos maternos eran diferentes y aunque mi abuelo Aurelio era cosmopolita y habría podido entregarme un universo fascinante sobre sus experiencias de viaje, no se fijaba en mí. La luz de sus ojos era mi hermano mayor. Tengo poco qué decir de él, al menos hoy. Mi abuela materna era otra cosa: andaluza a morir, estar a su lado era vivir una fiesta constante.

Ninguno de ellos tenía fijación por colgarse de árboles genealógicos y todos podían ver la nobleza innata de cada persona. Lo mismo hablaban con el ser más insignificante que con los jerarcas o estudiosos. En general se ocupaban poco de las pomposas galas sociales, embebidos como estaban en sus profesiones, sus familias, sus lecturas, el cine, el teatro –-cuando lo había-- y las sobremesas del domingo, donde los temas eran infinitos y cada cual podía expresar su opinión aunque fuera la más estrafalaria del mundo.

Entrar al colegio fue darme cuenta de que vivíamos en un país de castas. La mayoría de mis compañeras eran de tez clara: todas éramos ladinas, y los indígenas, a sus ojos, eran unos seres terriblemente folklóricos, con vestimentas típicas. Sabían que existían porque muchos de los sirvientes en sus casas eran indígenas. Por otro lado no sabían dónde quedaba Sirio en el cielo, ni qué quería decir chuch cajau en quiché, ni cuál era la funciòn de esos chuch cajaus ni a dónde iban las aves migratorias que pasaban tan alto en el cielo. Pero sabían que tenían que peinarse y arreglarse durante horas para tener un buen aspecto. Para tener un novio –-a los seis años-- no bastaba con bañarse y llevar trenzas. Y en ese tiempo comenzaban a internalizar sistemáticamente los mandatos de un mundo machista donde las mujeres no pensaban, sino se lucían.

Las niñas del English American School, en aquel tiempo, pulían y afilaban las armas que unos doce años más tarde las conducirían a un ‘buen’ matrimonio. Yo soñaba con un barco llamado Mariana. No podíamos entendernos.

sábado, agosto 25, 2007

Disculpas a mis amigos

Resulta que hay que ganarse la vida. Y que estamos en período preeleccionario y pertenezco --esa es tarea ad honorem-- a un ente llamado Mirador Electoral. Resulta que a veces me pongo a ver por la ventana de la biblioteca, o me voy al jardín a acariciar y a darles de comer a los gatos que allí viven.

Cuando siento ya no hay tiempo para escribir aquí. Lo del otro blog es adicción total. Los periodistas me comprenden. Espero tener más tiempo para estas crónicas, para los gatos y para ver por la ventana cuando pasen las elecciones.

La judicial 1967

La policía judicial, la más siniestra de todas, se había apoderado desde hacía años del viejo convento de San Francisco. En el lugar donde casi dos siglos antes quedaban los aposentos de los religiosos habían hecho huesos duros los ‘orejas’. Allí habían enrejado un recinto espacioso que originalmente tendría que haber sido la despensa y en él metían a todos los hombres que atrapaban o que detenía la policía uniformada. Esa gran celda era llamada la tigrera y de ella, o se salía a la calle porque alguien se habían dado cuenta del error cometido o se bajaba a las mazmorras donde estaban los tanques de agua, las mesas de tortura, las mangueras, los hierros, los pinchos, los alambres eléctricos. Los juguetitos con los que disfrutaban los judiciales.

Los judiciales solían ir, en ese tiempo, en automóviles grandes, oscuros, destartalados; y los tipos en su interior, vestidos de negro, con camisas blancas, un trapo grasiento a manera de corbata y los infaltables anteojos oscuros. En cuanto pasaba un carro de esos, con cuatro sujetos adentro, se extendía por la calle un soplo helado, similar al que anuncia la muerte. Porque en realidad, esos hombres eran los representantes de la muerte en el país.

Trabajaba en aquel tiempo en el diario El Imparcial y entre mis obligaciones de madre y periodista tenía muy poco tiempo para dedicarle a mi persona. El gran lujo semanal era ir al salón de belleza que quedaba cerca del periódico donde Melvy me lavaba el pelo, me lo enrollaba, me metía bajo la secadora y luego me devolvía al mundo con un cabello resplandeciente.

Manfred estaba terminando la carrera de veterinaria y había escogido trabajar una tesis de histología que mostraba determinadas características entre el ganado vacuno. Para ello, había que recoger especímenes de terneros nonatos y varias veces a la semana, luego de que mis hijas se dormían, Manfred pasaba por mí y enfilábamos hacia el rastro de Escuintla. En aquellos años y de noche, llegar era cosa de poco más de media hora.

Nos enfundábamos en unos overoles color verde olivo, cambiábamos los zapatos por botas de hule y entrábamos al rastro. Teníamos que asistir a la matanza y destace de los animales que al día siguiente amanecerían en las carnicerías de la ciudad. El proceso era tan rápido que los grandes cuartos de res que colgaban de los ganchos de acero que los transportaba todavía mostraban espasmos musculares. El lugar era terriblemente sucio, las partes de las reses mostrando algunas enfermedades iban a parar al suelo, por donde corrían los hilitos de la sangre de los animales. Manfred recogía los tejidos para su investigación de la semana y yo, mientras anotaba los datos necesarios, veía todo lo que sucedía.

Metíamos en bolsas de plástico las muestras, aún sangrantes, y en cuanto teníamos las necesarias, regresábamos a la ciudad. Los monos, las botas, las bolsas iban metidas en el baúl del carro donde además Manfred, que había sido criado en el campo, llevaba un machete para cuando fuera necesario.

Una noche de aquellas a Manfred le comenzaba una gripe, así que fui yo quien lo regresó a su apartamento y luego de descargar los tejidos en la refrigeradora y dejar al enfermo en cama con las medicinas usuales a la mano, me fui a casa. A la mañana siguiente, me fui a trabajar en el carro ajeno.

Al mediodía pasé por el salón de belleza, pero como no tenía tiempo para todo el ritual porque quería devolver el automóvil, en vez de meterme a la secadora de pelo me puse un pañuelo en la cabeza sobre el pelo enrollado en tubos y enfilé hacia casa. Justo en la doce avenida había patrullas militares y policías judiciales revisando casas y automóviles. Con un machete y overoles color verde olivo manchados de sangre en mi poder fui a parar a la judicial.

El director de aquel cuerpo, cuyo nombre afortunadamente se me escapa, mandó a buscarme. Cuando me vio entrar con el pelo entubado tuvo que reprimir la risa; escuchó medio divertido mis explicaciones mientras me veía con unos ojillos profundos y venenosos, acostumbrados a hallar la mentira donde se escondiera.

Al terminar la síntesis que le hice sobre los viajes nocturnos al rastro de Escuintla, y luego de poner a alguien a que confirmara mi historia, quién sabe por qué medios, me hizo pasar a una salita. Al cabo de una media hora mandó a llamar al secretario, ordenó que me entregaran las llaves del carro, entero dijo, poniendo tal énfasis en la palabra que entendí que eran instrucciones para que no robaran nada.

Al llegar a casa, antes que nada, me fui al ver al espejo: parecía una idiota con aquella cabeza descomunal cubierta por el pañuelo menos atractivo del mundo. Y así, con la planta de doña Florinda, había hecho el tour por uno de los lugares más siniestros del país. Comprendí que mi ángel de la guarda tiene sentido del humor.