sábado, abril 14, 2007

Manfred bajo el árbol

Luego de divorciarme del padre de mis hijas conocí a Manfred. Era nuestro vecino en la casa de la zona 14 y cuando llovía paraba su carro, un Kharman Ghia de color bronce, el auto de líneas deportivas que lanzó la VW en los sesenta, y me sacaba de los lodazales del barrio hasta dejarme en la 20 calle de la zona 10, donde había asfalto y un lugar para resguardarme del agua en lo que llegaba el bus.

Manfred era cuatro o cinco años menor que yo y como pude constatarlo a su debido tiempo, era aún virgen. Medía casi el metro noventa de estatura y una vez que la puerta del jardín quedó hecha un acordeón por la acción conjunta de un carro y una ráfaga de aire, la agarró a mano limpia, la estiró y la devolvió a su antiguo aspecto en cosa de dos minutos.

Las mujeres solemos impresionarnos ante esos hombres grandes, que solucionan problemas con mucha facilidad y que tienen buen carácter. Ahora, si además son guapos y poseen una piel dorada, con ese tono moreno envidiable que ostentan algunos alemanes, la receta es infalible.

Poco a poco fui sabiendo que estaba en el último año de la carrera de veterinaria, que sus padres vivían en Parramos y que eran dueños de una finca de café, que su hermana Erika había perdido la razón porque el marido le había robado un hijo, y que su hermano Günther puso un aviso en un periódico alemán para hallar novia, con la que se había casado. Manfred parecía saber mucho sobre mí porque vivía como pensionista en la casa de otra alemana, con quien nos reuníamos a menudo para fabricar galletas y pasteles. Ilse y yo habíamos vivido pared de por medio durante casi ocho años y ella se habría encargado de contarle mi vida y milagros, en versión germánica.

Erika había comprado San Rafael, un antiguo hotel situado a la orilla de la vieja carretera a Antigua, pero en aquel momento permanecía cerrado por el desvarío de su dueña. Estaba enclavado a medio bosque de pinos y siempre fue famoso por el tamaño de las hortensias que crecían en los arriates que rodeaban la construcción, realizada con unas maderas tan resistentes, que permanecía en el sitio en el que había sido construido hacía un siglo, sólido y oloroso a caoba y cedro.

Tímidamente Manfred me invitó a conocer el hotel y efectivamente, una tarde subimos más allá de Mixco y llegamos al recodo del camino donde se hallaba San Rafael. Mi familia y yo habíamos ido muchas veces hasta allí a tomar la refacción, una delicia por los pasteles y panes a la vieja usanza alemana. Las mermeladas y jaleas, la mantequilla fresca, el aroma del café, las teteras de porcelana blanca, las azucareras y los cubiertos de plata que sonaban claros sobre los platos de loza azul y blanca.

Entrar al hotel sin la presencia de los meseros y las doncellas, a la media luz de las cinco de la tarde filtrada por los pinos; situarnos en el centro del enorme hall que llegaba hasta la altura del tercer piso fue penetrar a un recinto encantado. Allí estábamos, el estudiante y la recién divorciada, envueltos en la densidad de un aire que durante varios años permaneció sin alteraciones.

Salimos al jardín, atravesamos la carretera y bajamos en dirección de un riachuelo que transcurría suavemente amparado por el verdor de los inmensos quequexques, las maicenas elevándose como anchas lanzas en el aire. Aquello era idílico y solo un abejorro que comenzó a zumbar cerca de mi cara cortó el silencio asustándome al punto de perder el equilibrio.

Manfred me abrazó y me di cuenta de que, como si viviéramos en cualquier novelita rosa, el corazón le latía precipitadamente. El mío andaba por el estilo. Probablemente estuvimos unos cinco minutos abrazados, sin hablar, sin hacer otra cosa más que aferrarnos uno al otro. Supongo que nos hacía falta.

Aquel romance jamás prosperó. Fuimos felices, mucho; pero cuando llegó el momento de formalizar la relación -–léase matrimonio-- la madre de Manfred organizó una cruzada en contra de la intrusa. No era alemana, no era luterana, estaba divorciada, tenía tres hijas, y le llevaba unos años a su hijo. No podía ser peor. La alemana familia se confabuló y todo se fue al diablo.

Manfred se casó una joven salvadoreña que tampoco era alemana ni luterana pero que al menos conservaba su himen intacto. En muy cortos años tuvieron cuatro hijos y un día que Manfred regresó de improviso a su casa, halló a su mujer metida en el lecho matrimonial con otro hombre. Me buscó para contármelo porque, me dijo, era a la única que se lo podía comentar. Lo escuché en silencio, porque qué puede decirle uno a un amigo sobre las infidelidades de su mujer.

Para entonces Manfred poseía una plantación en Alta Verapaz y otros terrenos en El Petén. Además, le pertenecía una buena parte de la finca de café en Parramos. El divorcio se complicó porque él quería quedarse con los hijos y ella, con las propiedades. Un día, a las siete de la mañana, un asesino profesional le descerrajó a Manfred tres tiros: uno a cada lado del pecho y otro en el cráneo. Eugenia quedó viuda, con los hijos y con el patrimonio familiar. Asunto arreglado.

Cuando voy al cementerio antigüeño visito la tumba de Manfred, situada bajo las ramas de un árbol. A su lado descansa --¿descansará?-- Frida Herbstreuter, su madre. Con mucha malicia le pregunto siempre si se siente satisfecha del resultado de sus afanes maternos.

lunes, abril 09, 2007

Chulamar, 1971

En semanas anteriores había estado en la cárcel. Afortunadamente, era el año de 1971, cuando aún se apresaba a las personas. No es que no se las matara en número suficiente, es que a algunas solo se las apresaba. Unos cuantos años más tarde se las desaparecía, como sucedió con Luis de Lión. O se las ametrallaba en la calle, como fue el caso de Irma Flaquer. Pero estábamos en 1971, para mi suerte.

Algún otro día voy a contar los sucesos de la detención y de la carceleada pero ahora lo que he recordado es cómo mis hijas y yo llevamos de paseo al mar a algunos miembros de la policía judicial, la tenebrosa institución que se encargó de ralear las filas de la inteligencia guatemalteca desde aquel desgraciado año de 1954, cuando comenzó nuestro calvario nacional como consecuencia de la guerra fría llevada a cabo en territorios ajenos a la URSS o los EEUU, los enfrentados en lucha por la hegemonía mundial.

Guatemala, como muchos otros países, solo puso los muertos.

En fin, como yo era una peligrosa delincuente, quedé bajo vigilancia al salir del bote. En el supermercado me topaba a cada rato con algunos de aquellos individuos que, vestidos de negro, camisa blanca y corbata meticulosamente manchada de comida, hicieron las delicias de nuestra generación. No era una sorpresa, sino una confirmación. Mi automóvil, la Schatzka, me los mostraba por el retrovisor: un vehículo oscuro, sin placas de circulación, en el que se desplazaban los judiciales que me seguían para verificar mi conexión directa con Moscú.

Harta de andar con semejante cola se me ocurrió irme al mar un día. No era fin de semana, de manera que mis sombras no podían suponer que salía de paseo con mis hijas. Y cuando enfilé hacia el Puerto de San José deben haberse regocijado pensando que me sorprenderían haciendo contacto con algún submarino soviético que el tenebroso ministro de gobernación de turno no había detectado.

Llegamos al balneario de Chulamar, alquilamos una caseta, nos pusimos el traje de baño y comenzamos a caminar por la playa, recogiendo conchas y caracoles, ocupación tranquilizante si las hay. Llevábamos años de andar recorriendo playas y conocíamos los secretos para evitar insolaciones y deshidrataciones. Usábamos sombreros y t-shirts, además de ir armadas de la impepinable crema Nivea.

De tanto en tanto nos metíamos al agua y regresábamos a la caminata. Fueron cuatro kilómetros en una dirección, y otros cuatro kilómetros de regreso. Con los chapuzones y la recogida de conchas tardamos poco más de tres horas bajo el sol tropical, refrescándonos entre las olas que lamían con su blanco y siseante encaje el negro de la arena volcánica y con el soplo de la brisa.

A ratos y con gran disimulo, veía en dirección de la parte alta de la playa, por donde brincando como saltamontes moribundos, hacían su obligado paseo los judiciales. Poco a poco se fueron despojando de algunas mortuorias prendas. En esa cresta de arena hay poquísimas palmeras y apenas unos arbustos playeros que más bien reptan. Mis hijas, que eran pequeñas y no estaban conscientes del seguimiento, vivían entusiasmadas el día en el mar a media semana.

El calor debe haber sido infernal en el lugar por donde avanzaban penosamente los policías que no llevaban, como nosotras, botellas de refresco. Aún ahora puedo imaginar sus insultos y las imprecaciones a medida en que el sol se alzaba en el cielo.

Hacia el mediodía regresamos a la caseta, situada entre cocoteros y otras plantas maravillosas. Abrimos nuestra canasta y nos sentamos bajo la sombrilla a tomar el almuerzo. Después, mis hijas se aposentaron en la sombra, enroscadas en sus sillas playeras para hacer la siesta. Yo, con el achaque de ir a limpiar algunos cacharros, me acerqué al punto donde ya sin gran disimulo cuatro hombres con el negro pantalón remangado se retorcían entre quemaduras y piquetes, fiebre y dolor. Siempre atentos –- en la medida en que su estado de salud se los permitía-- a que yo sacara el transmisor y me comunicara con el submarino moscovita.

Esa noche dormí como los ángeles.

domingo, abril 01, 2007

Recobrar la visión

Anoche me asomé a la ventana y me di cuenta de que la lámpara del poste de enfrente de casa no emite haces de color amarillo oscuro sino luz rosácea claro. Ya al atardecer me parecía haber percibido un color de cielo que no me resultaba conocido.

En los últimos años los cristalinos de mis ojos habían perdido transparencia y en las pasadas semanas ya no podía siquiera conducir por la noche. Tenía conciencia de ello, pero no sabía que mi percepción de los colores estaba corrupta por un engañoso lienzo que me hacía ver todo tras un velo grisáceo.

Acababa de ver la cinta que grabaron durante la operación de mi ojo izquierdo, que la pantalla de la televisión reproducía a página completa. Me fijé en que la cánula por medio de la cual el cirujano retiraba los restos del cristalino con el que nací, arrastraba pedacitos de un material de leve color beige, y que el espacio visible --la cámara del ojo-- iba quedando de un oscuro límpido. Ese color que tiene el firmamento en una noche cerrada, cuando el aire ha soplado fuertemente durante días y días y el cielo se condensa en su color más puro.

Observé luego cómo una cánula introducía en el espacio dejado por el cristalino un lente transparente, inmaculado, que el cirujano ajustó con gran destreza, rápidamente, al interior de la cápsula donde mi cristalino viviò casi siete décadas.

Recordé los relatos de mi madre sobre la ceguera de mi abuela, que a los cincuenta años había perdido totalmente la visión por causa de las cataratas. En la familia siempre se comenzaba a hablar un poco más despacio cuando se mencionaba que la había operado Barraquer en persona. Una reverencia especial para el eminente oftalmólogo español, que le devolvió la transparencia a los ojos de mi abuela. No así la definición, que tendría que obtener el resto de su vida con unos anteojos como culos de botella.

Mamá me contaba que durante años, antes de la prodigiosa operación, tuvo que leerle a mi abuela Lola porque ella misma no podía hacerlo. Cuando cumplí cuatro años y comencé a leer, mi abuela, que no podía vivir sin las noticias, me pedía que le leyera del diario los artículos largos o escritores en letra muy pequeña.

Durante la ceguera de la abuela, mamá le leyó toda clase de libros. En la familia siempre hubo fuerte apego a la letra escrita. Entre literatura más seria, la abuela pedía que le leyera los folletines semanales de Los misterios de París, que eran unas historias contadas a la manera de los capítulos periódicos del inglés Dickens cuyos envíos desde Inglaterra iban a esperar los lectores en los muelles de Nueva York cuando se acercaba el barco que los traía de Europa.

Nunca supe en realidad qué historias se contaban en esos famosos misterios parisinos. Deben haber atrapado poderosamente a los lectores, y en el caso de mi abuela, a los escuchas.

La ceguera, las lecturas, la operación y todos esos episodios familiares sucedieron en Cuba, la dulce, la bella, la tierra esa maravillosa enclavada a medio Mar Caribe a donde muchos españoles fueron a vivir, a que los vientos marinos arrasraran los malos recuerdos de una España que no había podido hacerlos felices.

Cuando nació mi hija pequeña decidí que se llamara Carmen Lucía. Carmen, para que tuviera de por vida esa ligazón española que me dejaron mi madre y su familia, y que es muy fuerte en mí.

Ella ha proveído esta operación que me ha devuelto la luz prístina e indeclinable, y ahora sé por qué le puse Lucía cuando era una niña que se apresuró a salir de mi vientre un mes antes del término normal, cuando aún no pesaba más allá de cinco libras y media y lo único que le interesaba era dormir.