Manfred bajo el árbol
Luego de divorciarme del padre de mis hijas conocí a Manfred. Era nuestro vecino en la casa de la zona 14 y cuando llovía paraba su carro, un Kharman Ghia de color bronce, el auto de líneas deportivas que lanzó la VW en los sesenta, y me sacaba de los lodazales del barrio hasta dejarme en la 20 calle de la zona 10, donde había asfalto y un lugar para resguardarme del agua en lo que llegaba el bus.
Manfred era cuatro o cinco años menor que yo y como pude constatarlo a su debido tiempo, era aún virgen. Medía casi el metro noventa de estatura y una vez que la puerta del jardín quedó hecha un acordeón por la acción conjunta de un carro y una ráfaga de aire, la agarró a mano limpia, la estiró y la devolvió a su antiguo aspecto en cosa de dos minutos.
Las mujeres solemos impresionarnos ante esos hombres grandes, que solucionan problemas con mucha facilidad y que tienen buen carácter. Ahora, si además son guapos y poseen una piel dorada, con ese tono moreno envidiable que ostentan algunos alemanes, la receta es infalible.
Poco a poco fui sabiendo que estaba en el último año de la carrera de veterinaria, que sus padres vivían en Parramos y que eran dueños de una finca de café, que su hermana Erika había perdido la razón porque el marido le había robado un hijo, y que su hermano Günther puso un aviso en un periódico alemán para hallar novia, con la que se había casado. Manfred parecía saber mucho sobre mí porque vivía como pensionista en la casa de otra alemana, con quien nos reuníamos a menudo para fabricar galletas y pasteles. Ilse y yo habíamos vivido pared de por medio durante casi ocho años y ella se habría encargado de contarle mi vida y milagros, en versión germánica.
Erika había comprado San Rafael, un antiguo hotel situado a la orilla de la vieja carretera a Antigua, pero en aquel momento permanecía cerrado por el desvarío de su dueña. Estaba enclavado a medio bosque de pinos y siempre fue famoso por el tamaño de las hortensias que crecían en los arriates que rodeaban la construcción, realizada con unas maderas tan resistentes, que permanecía en el sitio en el que había sido construido hacía un siglo, sólido y oloroso a caoba y cedro.
Tímidamente Manfred me invitó a conocer el hotel y efectivamente, una tarde subimos más allá de Mixco y llegamos al recodo del camino donde se hallaba San Rafael. Mi familia y yo habíamos ido muchas veces hasta allí a tomar la refacción, una delicia por los pasteles y panes a la vieja usanza alemana. Las mermeladas y jaleas, la mantequilla fresca, el aroma del café, las teteras de porcelana blanca, las azucareras y los cubiertos de plata que sonaban claros sobre los platos de loza azul y blanca.
Entrar al hotel sin la presencia de los meseros y las doncellas, a la media luz de las cinco de la tarde filtrada por los pinos; situarnos en el centro del enorme hall que llegaba hasta la altura del tercer piso fue penetrar a un recinto encantado. Allí estábamos, el estudiante y la recién divorciada, envueltos en la densidad de un aire que durante varios años permaneció sin alteraciones.
Salimos al jardín, atravesamos la carretera y bajamos en dirección de un riachuelo que transcurría suavemente amparado por el verdor de los inmensos quequexques, las maicenas elevándose como anchas lanzas en el aire. Aquello era idílico y solo un abejorro que comenzó a zumbar cerca de mi cara cortó el silencio asustándome al punto de perder el equilibrio.
Manfred me abrazó y me di cuenta de que, como si viviéramos en cualquier novelita rosa, el corazón le latía precipitadamente. El mío andaba por el estilo. Probablemente estuvimos unos cinco minutos abrazados, sin hablar, sin hacer otra cosa más que aferrarnos uno al otro. Supongo que nos hacía falta.
Aquel romance jamás prosperó. Fuimos felices, mucho; pero cuando llegó el momento de formalizar la relación -–léase matrimonio-- la madre de Manfred organizó una cruzada en contra de la intrusa. No era alemana, no era luterana, estaba divorciada, tenía tres hijas, y le llevaba unos años a su hijo. No podía ser peor. La alemana familia se confabuló y todo se fue al diablo.
Manfred se casó una joven salvadoreña que tampoco era alemana ni luterana pero que al menos conservaba su himen intacto. En muy cortos años tuvieron cuatro hijos y un día que Manfred regresó de improviso a su casa, halló a su mujer metida en el lecho matrimonial con otro hombre. Me buscó para contármelo porque, me dijo, era a la única que se lo podía comentar. Lo escuché en silencio, porque qué puede decirle uno a un amigo sobre las infidelidades de su mujer.
Para entonces Manfred poseía una plantación en Alta Verapaz y otros terrenos en El Petén. Además, le pertenecía una buena parte de la finca de café en Parramos. El divorcio se complicó porque él quería quedarse con los hijos y ella, con las propiedades. Un día, a las siete de la mañana, un asesino profesional le descerrajó a Manfred tres tiros: uno a cada lado del pecho y otro en el cráneo. Eugenia quedó viuda, con los hijos y con el patrimonio familiar. Asunto arreglado.
Cuando voy al cementerio antigüeño visito la tumba de Manfred, situada bajo las ramas de un árbol. A su lado descansa --¿descansará?-- Frida Herbstreuter, su madre. Con mucha malicia le pregunto siempre si se siente satisfecha del resultado de sus afanes maternos.
Manfred era cuatro o cinco años menor que yo y como pude constatarlo a su debido tiempo, era aún virgen. Medía casi el metro noventa de estatura y una vez que la puerta del jardín quedó hecha un acordeón por la acción conjunta de un carro y una ráfaga de aire, la agarró a mano limpia, la estiró y la devolvió a su antiguo aspecto en cosa de dos minutos.
Las mujeres solemos impresionarnos ante esos hombres grandes, que solucionan problemas con mucha facilidad y que tienen buen carácter. Ahora, si además son guapos y poseen una piel dorada, con ese tono moreno envidiable que ostentan algunos alemanes, la receta es infalible.
Poco a poco fui sabiendo que estaba en el último año de la carrera de veterinaria, que sus padres vivían en Parramos y que eran dueños de una finca de café, que su hermana Erika había perdido la razón porque el marido le había robado un hijo, y que su hermano Günther puso un aviso en un periódico alemán para hallar novia, con la que se había casado. Manfred parecía saber mucho sobre mí porque vivía como pensionista en la casa de otra alemana, con quien nos reuníamos a menudo para fabricar galletas y pasteles. Ilse y yo habíamos vivido pared de por medio durante casi ocho años y ella se habría encargado de contarle mi vida y milagros, en versión germánica.
Erika había comprado San Rafael, un antiguo hotel situado a la orilla de la vieja carretera a Antigua, pero en aquel momento permanecía cerrado por el desvarío de su dueña. Estaba enclavado a medio bosque de pinos y siempre fue famoso por el tamaño de las hortensias que crecían en los arriates que rodeaban la construcción, realizada con unas maderas tan resistentes, que permanecía en el sitio en el que había sido construido hacía un siglo, sólido y oloroso a caoba y cedro.
Tímidamente Manfred me invitó a conocer el hotel y efectivamente, una tarde subimos más allá de Mixco y llegamos al recodo del camino donde se hallaba San Rafael. Mi familia y yo habíamos ido muchas veces hasta allí a tomar la refacción, una delicia por los pasteles y panes a la vieja usanza alemana. Las mermeladas y jaleas, la mantequilla fresca, el aroma del café, las teteras de porcelana blanca, las azucareras y los cubiertos de plata que sonaban claros sobre los platos de loza azul y blanca.
Entrar al hotel sin la presencia de los meseros y las doncellas, a la media luz de las cinco de la tarde filtrada por los pinos; situarnos en el centro del enorme hall que llegaba hasta la altura del tercer piso fue penetrar a un recinto encantado. Allí estábamos, el estudiante y la recién divorciada, envueltos en la densidad de un aire que durante varios años permaneció sin alteraciones.
Salimos al jardín, atravesamos la carretera y bajamos en dirección de un riachuelo que transcurría suavemente amparado por el verdor de los inmensos quequexques, las maicenas elevándose como anchas lanzas en el aire. Aquello era idílico y solo un abejorro que comenzó a zumbar cerca de mi cara cortó el silencio asustándome al punto de perder el equilibrio.
Manfred me abrazó y me di cuenta de que, como si viviéramos en cualquier novelita rosa, el corazón le latía precipitadamente. El mío andaba por el estilo. Probablemente estuvimos unos cinco minutos abrazados, sin hablar, sin hacer otra cosa más que aferrarnos uno al otro. Supongo que nos hacía falta.
Aquel romance jamás prosperó. Fuimos felices, mucho; pero cuando llegó el momento de formalizar la relación -–léase matrimonio-- la madre de Manfred organizó una cruzada en contra de la intrusa. No era alemana, no era luterana, estaba divorciada, tenía tres hijas, y le llevaba unos años a su hijo. No podía ser peor. La alemana familia se confabuló y todo se fue al diablo.
Manfred se casó una joven salvadoreña que tampoco era alemana ni luterana pero que al menos conservaba su himen intacto. En muy cortos años tuvieron cuatro hijos y un día que Manfred regresó de improviso a su casa, halló a su mujer metida en el lecho matrimonial con otro hombre. Me buscó para contármelo porque, me dijo, era a la única que se lo podía comentar. Lo escuché en silencio, porque qué puede decirle uno a un amigo sobre las infidelidades de su mujer.
Para entonces Manfred poseía una plantación en Alta Verapaz y otros terrenos en El Petén. Además, le pertenecía una buena parte de la finca de café en Parramos. El divorcio se complicó porque él quería quedarse con los hijos y ella, con las propiedades. Un día, a las siete de la mañana, un asesino profesional le descerrajó a Manfred tres tiros: uno a cada lado del pecho y otro en el cráneo. Eugenia quedó viuda, con los hijos y con el patrimonio familiar. Asunto arreglado.
Cuando voy al cementerio antigüeño visito la tumba de Manfred, situada bajo las ramas de un árbol. A su lado descansa --¿descansará?-- Frida Herbstreuter, su madre. Con mucha malicia le pregunto siempre si se siente satisfecha del resultado de sus afanes maternos.