martes, enero 30, 2007

Hablar de lo prohibido

En estos días, en que pesco en el pasado para recordar lo que me ha sucedido en la vida como pretexto para hablar de otras personas mucho más interesantes que yo, me llamó una españolita simpática que trabaja en Prensa Libre.

Quería indagar sobre mi experiencia con la menopausia. Hablaba con muchas precauciones y a cada interrogación –-sobre todo cuando me preguntó mi edad-- añadía siempre con cierta rapidez: ‘solo si desea responderlo’. Interiormente me reía, mas no de ella, sino de cómo en mi país seguimos siendo pacatos, empachados y pusilánimes.

Estaba segura que en la reunión donde se decidían las preguntas que se iban a hacer a los presuntos entrevistados -–también se iba a hablar de la andropausia, aunque comprenderán que sobre eso poco tengo que decir, apenas lo que se ve por encima-- la instruyeron sobre la necesidad de ir con mucha cautela porque Guatemala es, por encima de todas las cosas, ultra conservadora.

Hubiera podido contestarle a mi entrevistadora que, justamente el primer poema de mi primer libro comienza con la fecha de mi nacimiento.

Andaba yo por los treinta años y estaba casada por segunda vez. No debo haber sido muy feliz porque de pronto comencé a escribir con una inmensa rabia. Poesía, para más inri. Yo, que detestaba la idea de leer poesía, que juraba que los poetas tendrían que haber desaparecido cuando empezó el siglo XX, que eran unos trasnochados tales por cuales, incluida en el catálogo de los agotados.

En honor a la verdad, tengo que decir que el primer poema que escribí en mi vida era para mis hijas. Tal vez alguien lo encuentra algún día traspapelado entre las hojas de un libro mío. Era un poema donde me disculpaba con ellas por ser como soy. Pero no me arrepentía de ello. La intención del poema tenía y tiene validez, pero la forma… Era tan malo que, en cuanto lo leí lo sepulté entre un libro gordo, y no sé dónde está. Afortunadamente.

En fin, la historia iba por donde me encontré con que había escrito un libro. Y lo editó Ricardo Juárez Aragón, dueño de la Imprenta Minerva situada en la 18 calle de la zona uno. Ricardo ha sido, durante cuatro décadas, el editor de muchos escritores, que nos lanzábamos pagando nuestras propias publicaciones. Con él acudíamos medio avergonzados, con los originales metidos en una carpeta. Es un tipo con una cultura impresionante, que ha leído muchísimo. Con una ojeada sabía si aquello era literatura o no. Se mostró entusiasmado con mi librito y dijo que era necesaria una nota biográfica, al principio.

No tenía --ni tengo-- el valor de andarle pidiendo a la gente que escriba sobre mí o sobre mi trabajo. De manera que regresé a la casa y escribí un poema donde me presentaba a mí misma, y donde sintetizaba mi forma de escribir. Como era una biografía, tenía que empezar por la fecha de nacimiento, me dije.

Debo admitir que mi poesía constituyó, al menos en mis tres primeros libros, una rebelión completa. De manera que, en un lugar donde las mujeres se han preocupado siempre de ocultar su edad, comenzar diciendo la fecha de nacimiento era un acto de insurrección ante lo establecido. De esa y de ninguna otra forma he andado por la vida.

Desvelé a mis contemporáneos chapines lo que las mujeres sentíamos y decíamos por lo bajo; o a lo mejor ni siquiera lo decían, pero lo pensaban. Y no tuve el menor empacho en usar el lenguaje coloquial y directo que utilizo siempre. Ni circunloquios ni babosadas. Las mujeres habíamos usado demasiado retórica.

Dije cuanto quise decir y más, y antes de publicarlo lo analicé con una lente así de gorda porque llevo incrustado en el cerebro un sistema de autocrítica de este tamaño. Estaba bien decir lo que pensaba, lo que quería, lo que sufría. Estaba mal publicar algo mal escrito.

Hoy vengo a darme cuenta de que la retórica es como una burkha. Al menos en los escritos de las mujeres. A fuerza de andar escondiéndose detrás de las metáforas, las mujeres han pasado milenios empequeñeciéndose ellas mismas. Y mi madre no me parió para eso.

martes, enero 23, 2007

Mis hijas, el mar

Hace unos días una de mis hijas me envió por el correo una fotografía que las muestra a las tres: Silvia, Irene y Carmen Lucía, en calzoneta y en la playa de Chulamar a la que nos gustaba ir los domingos. Salíamos de casa a las seis de la mañana con una canasta donde iban los sándwiches y un pastel. La hielera donde guardábamos camarones preparados y mayonesa. Además una caja de aguas gaseosas. Las frutas las comprábamos en el camino.

Ahí están, bellísimas a mis ojos maternos. Irene llena de arena, como convenía a su carácter, con un traje de baño de colores verdes y ribetes blancos; Silvia con su calzoneta de dos tonos de azul y Carmen Lucía con una trusa enteriza de color rosa. La foto es en blanco y negro, pero recuerdo muy bien cómo eran los bañadores.

Por ese tiempo el cuerpo de Silvia comenzó a cambiar. Tenía apenas ocho años pero la cintura se le iba marcando y recuerdo el sentimiento de desazón que me daba el pensar que estaba dejando de ser niña. Su espeso pelo castaño claro está sujeto en una cola y ve hacia la cámara con una sonrisa que sigue siendo la misma.

Irene aparece --cómo no-- con las manos y las piernas llenas de arena, esa arena negra del sur del país en la que está sentada mientras sus hermanas permanecen cautelosamente en las tablillas de madera que forman un sendero junto a las gradas de la caseta que solíamos alquilar por el día. Quién sabe que travesuras está planeando, según la delata la mirada.

La pequeña era aún Carmen Lucía, el nombre que adquirió en los documentos civiles y en la pila del bautismo, y que al entrar al colegio aceptó cambiar por el de Lucy que le decían sus compañeras. Lo más grande que se aprecia en su rostro son los ojos, y su coquetería innata se adivina en la pose de pin-up.

El mar, el Pacífico, no hace honor a su nombre en nuestras playas. Revienta dejando una liviana cubierta espumosa sobre la renegrida arena en la que ni siquiera la inmensa cantidad de restos de conchas y caracoles de colores muy claros hacen mella. Cuando la marea está baja, los trozos de los moluscos brincan bajo el ataque de las aguas, que luego de restallar ascienden rápido por la playa oscura y regresan con su peculiar siseo.

El ruido de los tumbos del mar se percibe desde que la carretera empieza a correr paralela a la playa, acercándose al Puerto de San José. El idílico paisaje muestra las aguas quietas de los canales y pantanos donde florecen en lila las ninfas, pero el sonido de fondo cuenta una historia diferente. Al cruzar el puente sobre el canal principal llega el peculiar olor de la brisa marina y el ruido se vuelve tan amenazador que es precisa mucha paciencia para convencer a los niños de que no vamos hacia una catástrofe.

Llevábamos puestas las calzonetas para solo despojarnos del vestido playero y meternos al agua. En ese momento, las siete y media de la mañana tal vez, el sol caía oblicuamente sobre el mar que desplegaba sus mejores tonos celestes. El siseo del mar convertido en espuma nos recibía y, si la marea era la apropiada, nos metíamos al agua para ser zarandeadas al gusto y antojo del mar.

Hubo una época --mis hijas ya eran adolescentes y andábamos acompañadas por hombres fuertes y diestros en cuestiones marinas-- en que nos metíamos detrás de la reventazón, pero no es esa una aventura recomendable para la mayoría de las personas. Es preciso nadar bien, poseer brazos y piernas fuertes, amor por el agua y calma ante una corriente inesperada. Saber nadar en forma paralela a la orilla, esperar la ola que empuje hacia la playa y tomarla en el momento adecuado. No lo haría por todo el oro del mundo en mis actuales circunstancias, cacheteada como estoy después de un accidente en el que un carro me atropelló, dejándome un tanto cleta.

Con cariño y algo de polvo guardo las cajas con conchas y caracoles que fuimos recogiendo mis hijas y yo a lo largo de nuestras playas compartidas, aprovechando los despojos que sobre la lisa arena dejaba el mar tras las mareas altas de la madrugada, o rebuscando con premura en la diminuta sima que dejaba al descubierto la marea baja.

Todavía, si se ofrece, somos capaces de hacer una maleta en diez minutos para irnos a la playa sin previo aviso, incluyendo la piyama y el shampoo para meternos de una vez a la cama al regresar, a soñar con el calor del sol, la delicia del agua, el sonido de la arena que cede bajo los pies y el ruido fuerte del mar que a nosotras nos suena a la mejor música del mundo.

domingo, enero 21, 2007

Mi pasión por Julio

Leo tardíamente un post de Jean Francois Fogel en El Boomeran(g) acerca de una exposición abierta en estos días en París sobre el genial escritor argentino, e inmediatamente caen sobre mí las memorias de algo que pasó apenas ayer: mi irremisible enamoramiento de Cortázar.

Eran sin duda los años sesenta. Pudo haber sido antes, pero todos los que vivimos aquella época de revueltas juveniles, de revolución sexual, de conquistas de derechos civiles, etcétera, siempre veremos cómo se alzan dorados y luminosos los recuerdos de todo lo que nos es querido, asociados a esa década prodigiosa.

Entré una tarde a la librería de la trece calle y la dependienta sacó de las estanterías un par de libros que me entregó sin comentarios. Eran Final de juego e Historias de cronopios y de famas, de un tal Julio Cortázar, desconocido para mí hasta ese momento.

Debo aclarar, en mi descargo, que desde 1954 pasábamos por grandes carencias de libros porque vivíamos bajo el ojo avizor del anticomunismo, que desconfiaba de la palabra escrita, característica notoria de regímenes tiránicos dispuestos a aplastar la libre expresión por todos los medios. La invasión planeada por la CIA y disfrazada bajo el nombre absurdo de ‘Liberación’ tuvo como consecuencia, además del asesinato y la persecución a los que me referiré otro día, una vergonzosa quema de libros en el Parque Central.

Desaparecieron de los anaqueles los libros sobre filosofía y sociología; por supuesto, todo lo relativo al pensamiento de izquierda, no importa cuán inocentes fuera. Los libros de tapas rojas eran vistos con grave desconfianza por los funcionarios aduaneros. Fue publicado el Libro negro del comunismo en Guatemala en cuyas infames listas aparecía mi padre, que era de izquierda mas no comunista, con una errata que lo hacía llamarse Ovidio Bodas Corzo. Afortunadamente mi padre murió el uno de enero del 55, de manera que se libró pronto del reinado de terror instaurado por Estados Unidos en connivencia con los milicos y la oligarquía nacional.

En fin, que en mi vida apareció Julio Cortázar, y despertó en mí una pasión desenfrenada. Entre aquellos que han hecho la crítica de lo que he escrito jamás ha habido uno que diga ‘aquí está la huella de Cortázar’. Pero está. No sé dónde, ni cómo llega a expresarse, pero mis más íntimas fibras de escritora dan fe de aquel pasar tembloroso por las librerías, a la espera de otro libro de Julio.

Con la ansiedad de enamorada que no sabe si encontrará o no esa tarde al objeto de su pasión, entraba yo a las librerías y las esculcaba despacio. Así quedó en evidencia, para los dependientes y los dueños, que esperaba a Cortázar, y en cuanto llegaba un ejemplar lo guardaban para mí.

Reuní sus libros y aún ocupan un lugar especial en la biblioteca, en el primer anaquel, a la entrada, en el cuarto estante, a la altura de mis ojos. Cada vez que busco algo de Julio no dejo de sentir una oleada de furia contra el imbécil que se llevó de la casa las primeras ediciones –que deben haber sido las únicas-- de La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, dos libros inusuales y bellísimos que Cortázar fue armando con todo cuidado, con Julio Silva, responsable de su esplendor arquitectónico y visual. Me consuelo manoseando el ejemplar de La prosa del observatorio.

Una copia del retrato que Sara Facio le hizo en 1967, cuando no conocíamos aún el peligro del tabaco y lo disfrutábamos sin remordimientos, está adosada con una chinche al rectángulo de corcho donde viven un retrato de Monteforte, la reproducción de la portada de un libro de mi marido y otros objetos de culto y adoración.

Le he perdonado que se haya casado con Aurora y con Carol porque mi pasión se refiere a su escritura, extraordinaria, y cuando apareció ese retrato con la muesca en el ceño y el cigarrillo en los labios, me sentí para siempre dueña de Cortázar. Siento una secreta simpatía por Aurora, no así por la Dunlop, y nunca he podido explicarme esa actitud irracional, pero así son los sentimientos.

martes, enero 16, 2007

Les presento a mi padre

Mi padre nació en 1906 en un pueblo maravilloso enclavado en el altiplano de El Quiché. El pueblo se llama Chichicastenango y originalmente era un pueblo de indios con algunos ladinos, como llamamos aquí a los mestizos, asentados alrededor del parque. Mis abuelos sentían el gusto por los nombres romanos y los bíblicos, de manera que entre los tíos hubo Augusto, Julia, Marta. A mi padre lo llamaron Ovidio. Como en Chichi no había un instituto de secundaria, mi padre fue a estudiar a Quetzaltenango, de donde pasó a la Ciudad de Guatemala.

Comenzó a trabajar como linotipista en El Imparcial, diario mítico sobre todo por la página cultural de César Brañas, uno de los más destacados poetas guatemaltecos, donde hubo colaboraciones --cómo iba a poder el diario pagar esos honorarios-- de gente de renombre internacional: franceses, españoles e italianos, sobre todo, a los que César conoció durante su estancia en Europa en los años veinte, cuando tantos americanos iban a París atraídos como bichitos por la luz que emitía.

Pronto el director del periódico se dio cuenta de las dotes de mi padre para escribir y pasó al cargo de reportero. Pero ya en la redacción, aquel joven inquieto decidió aprender fotografía y entonces se estableció en el diario como reportero gráfico. Es decir, escribía sus notas y tomaba sus propias fotos. Generalmente eso no sucede en los diarios, pero mi padre escribía como los ángeles y tomaba fotos espectaculares.

A los veintitantos conoció a mi madre que tenía quince. Mamá era una joven guapísima; mi padre no era precisamente guapo sino muy talentoso. Se reunían por la tarde en el parque de Isabel la Católica ante la mirada terrible de mi tío Aurelio, que no permitía más que algún apretón de manos. Cuando ella tenía dieciséis se casaron en contra de la opinión de mis abuelos maternos. Se escaparon a la población de Mixco, que ahora ha sido tragada por la ciudad, mintieron sobre la edad de ella y se casaron en una ceremonia rápida y sin boato.

La tercera casa que ocupó aquella pareja, cuando ya habíamos nacido mi hermano Ricardo y yo, quedaba en el centro de la ciudad, a dos cuadras de la Catedral. Allí mi padre tenía su estudio en el segundo piso, porque había descubierto su pasión por la pintura y la escultura; además, acomodó la habitación vecina a su estudio como laboratorio fotográfico.

No sé de dónde sacaba tiempo para trabajar y además pintar, esculpir, tocar piano o guitarra, destrezas que aprendió por su cuenta porque le gustaban. Recuerdo que llegaba a casa cuando terminaba sus labores en el periódico, tocaba el piano para mamá y para nosotros, cenaba y luego subía al estudio o al laboratorio.

Con sus propias manos preparaba los bastidores y las telas para sus pinturas. Una vez al año iba a pasar vacaciones a la orilla del lago de Atitlán y a Chichi, que eran sus lugares favoritos. Desde los cuatro años me encaramaba yo con él en el autobús que nos llevaba primero al lago, a la Casa Contenta, en Panajachel. Recuerdo los panqueques del desayuno, antes de paratir hacia algún lugar despejado, llevando papá el caballete, al que iban adosadas dos telas vírgenes y la caja con los pinceles, las pinturas y el aguarrás.

Yo acarreaba mi propia cajita con acuarelas, pinceles y papel. A veces pintaba, a veces me iba por aquellos montes o playas a explorar el mundo. Mi país era otro país y la gente era amable. Lo más que podría sucederme es que alguna señora bien intencionada me diera un vaso de limonada o alguna tortilla con queso. Siempre regresaba a admirarme del avance del cuadro, o de los cuadros, porque papá trabajaba con gran rapidez para reproducir la luz de cierta hora.

Fue profesor en la Escuela Nacional de Artes Plásticas y a su debido tiempo la dirigió, durante la época de la Revolución de Octubre del 44, cuando el dictador Ubico había sido defenestrado.

Mi padre fue un hombre dotado con muchas capacidades, pero destacó en la pintura y en la fotografía. La mayoría de sus cuadros se fueron del país porque eran hermosos paisajes de dos de los lugares que ya eran turísticos en los años treinta y cuarenta, y tenían, como los Garavito y los Gálvez Suárez, un buen mercado; pero muchos óleos todavía me lo recuerdan desde las paredes de las casas de mis hermanos, de mis hijas y de la mía.