miércoles, noviembre 29, 2006

Amarillo rojizo

Debo haber tenido algo así como año y medio. El cielo, un cielo abierto, grande, era azul y carmesí a partes iguales. Brillaba dejando caer la luz en el prado, que a mí me parecía inmenso. El olor penetrante a flores de cambray lo impregnaba todo y en días como hoy me parece volver a sentirlo con la misma fuerza que en aquella tarde.

Mamá estaba cerca y decía algo sobre las plantas, el fin de la lluvia, los cielos altos y encendidos de noviembre. No teníamos mucho tiempo de habernos pasado a aquella casa que se alzaba pequeñita en medio de una manzana de terreno. Lejos de la ciudad que en esa época era poco mayor que un pueblo.

La ciudad es hoy una extendida mancha de construcciones y sorprende a cualquiera que viniendo de El Salvador dé la última vuelta del camino y se tope desde allá arriba con el Valle de la Virgen, con los volcanes Pacaya, Acatenango, Fuego y Agua en el horizonte, una línea aserrada que se extiende hacia el Norte con las montañas del Poniente.

Pero en el tiempo de la tarde arrebolada no conocía la ciudad ni sus tentaciones y tenía pocas referencias del entorno como no fueran esos cielos inmensos y profundos, las algodonosas nubes apelotonadas en tiempos de lluvia, listas a explotar en grandes rayos que cortaban la atmósfera dejando su peculiar olor de ozono en el ambiente.

A veces, poco antes de acostarme mamá me llevaba al jardín y me mostraba el cielo. Apenas si había casas por aquel rumbo y las constelaciones brillaban sin que nada pudiera impedirlo. En ciertas noches la Luna se deslizaba lentamente por el cielo y su lechoso resplandor teñía de pálido rubio las nubes que se atrevían a cruzarse por su camino.

Mi mundo era reducido y gigantesco a la vez: mis padres, mi hermano mayor, dos tíos maternos y los abuelos que vivían en Guatemala; los prados inagotables y los cielos abiertos del lugar donde vivíamos, las bandadas de pájaros, el rumor de algunos árboles movidos por el viento. Los abuelos y los tíos y los primos de Chichi no formaban parte de mi vida en ese tiempo.

No había jardines; unos cuantos arriates que rodeaban la casa de los que mamá cortaba las hojas de geranios con las que a veces perfumaba las limonadas. Después de esa tímida barrera civilizatoria, surgía el prado silvestre donde quizá pastaron vacas luego de que los árboles de encino fueron talados para usarlos como leña y carbón. Los linderos estaban marcados por alambres de púas.

Escucho a mamá hablando de las ovejitas color naranja que van comiéndose los últimos rayos del Sol, del nombre del lucero de la tarde, del color plata de las colas de zorro. Se me mezcla el olor de la piel de mi madre con la fragancia de la tierra arrastrada por el primer viento frío que anuncia la llegada de la noche.

Tonalidades en el cerebro de esta mujer que soy, aislada a veces en sus recuerdos. No me resulta fácil pensar en estas cosas sin ponerme a llorar.

domingo, noviembre 19, 2006

Universidad, 1984

Mis amigos Héctor, David y Ovidio que iban en un grado superior hacían guardia en las esquinas del corredor para evitar que el catedrático entrara a la clase y se diera cuenta de mis torpes actividades. Era un examen final de la clase de Retórica, donde me había ido mal a lo largo del curso. Entonces, tenía que ganarla a como diera lugar porque no estaba dispuesta a repetir la experiencia. Me fui a la última fila y saqué algunos apuntes para contestar las preguntas.

Ninguno de los compañeros se dio cuenta porque ellos, a su vez, sudaban para responder aquel galimatías. Cuando se inició el curso, el catedrático nos recibió con una falsa sonrisa y nos entregó a cada uno de una resma de papeles donde se anotaban los nombres y facultades de las figuras literarias, tema con el que iba a atormentarnos durante todo el semestre.

Más tarde iba a hacer otra serie de entregas, cada una más farragosa que la otra, y aunque he guardado algunos de los materiales universitarios, jamás he vuelto a ver aquellas hojas mal reproducidas y peor reunidas. Mi relación académica con la retórica comenzó de forma odiosa con el aguijonazo que me dio aquel primer fardo cuyas grapas sobresalían amenazadoras. Se infectó el pinchazo porque el dómine solía andar más bien mugriento y durante semanas entraba yo a clase evitando la cercanía del mentor.

En aquel momento pasaban ya diez años de la publicación de mi primer libro y no tenía grandes conocimientos de la retórica, aunque sabía que mi forma de escribir estaba muy alejada de toda preceptiva. Es más, había escrito y publicado en contra de todo lo establecido. Pensaba, y sigo siendo de la misma opinión, que la poesía medida y rimada había sido llevada a sus cotas más altas por los poetas del Siglo de Oro, y todo lo que vino después tratando de seguirlos era pura palabrería precocida.

El catedrático derramaba toda su labia y su grasa sobre las más jóvenes de la clase. Siempre fue conocido como un aspirante a Don Juan de séptima categoría; además, creo que me tenía un poco de temor. No me lo explico porque en general soy persona amable pero en fin, el tipo no se me acercaba y yo lo agradecía al cielo.

Pasé sin pena ni gloria por aquella clase donde me acechaban palabras tan misteriosas y alarmantes como epímone, hipócrisis, prodiortosis, homeoptoton, catástasis, antorismo, hipozeugma, topofesía, antimetábola y otras que me guardo para no herir sensibilidades religiosas, que todo el mundo tiene derecho a leerme en paz.

Ese primer día de clases firmé mi pena de muerte al decir en voz alta ‘homoteleuton, exutenismo, epiquerema…estos parecen nombres de enfermedad’. Y el pedagogo, echándome una mirada de furia puso el sello.

Por eso mis amigos hacían guardia durante el tiempo en que copiaba apresuradamente de mis notas a la hoja del examen. El profesor estaba al teléfono, donde otra amiga que no llevaba la clase lo mantenía al pegado al aparato con risitas, afectaciones y balbuceos pueriles. El ayudante que se había quedado cuidando a la clase era poco menos que fronterizo. Y por única vez en la vida gané una clase a puro trinquete.

Menos mal, al semestre siguiente apareció don Orlando Falla, maestro verdadero, quien nos quitó el terror que el infame y aceitoso profesor de retórica --en otra ocasión saldrá a relucir-- había instilado en nuestros cerebros.

sábado, noviembre 18, 2006

El Gato Mushi

Salí a las siete de la mañana y encontré que cerca de la puerta, con la cabeza pegada a la pared de la casa, temblaba un gatito muy pequeño. No lo toqué porque las gatas rechazan a las crías que tienen olores extraños y me fui a dar clase. A las once, cuando regresé, el gatito seguía en el mismo lugar. Fui en busca de las gatas que habían parido recientemente --por el color del pelo no se puede averiguar con certeza quién es la madre-- y las enfrenté con el pequeño. Todas bufaron y se hicieron las ofendidas, alejándose con indiferencia.

Tomé la decisión de criar al gato porque si lo dejaba donde se hallaba pronto el sol le daría toda la tarde y se iba a deshidratar sin remedio. Estaba demasiado asustado como para emprender la búsqueda de su madre y a lo mejor habría pasado toda la noche allí donde se encontraba. Era mínimo, estaba muy frío y se aterró cuando lo tomé entre las manos. Apenas empezaba a caminar tambaleándose. Lo envolví en una toalla y lo dejé en mi cama mientras iba a prepararle un biberón.

Por la tarde salí a comprar una leche para cachorritos, con un alto grado de grasa, que era lo que necesitaba. Así, envuelto en una toalla verde y alimentado con leche para perritos comenzó la segunda oportunidad para el Gato Mushi. Siempre me han gustado los perros y los gatos. Me cuesta establecer relaciones cariñosas con un loro, por ejemplo, y jamás tendría a un pájaro en una jaula. Me parece cruel. Como me parece cruel tener a un hamster dando vueltas eternamente en una rueda. O los tienes sueltos o no los tienes.

Puede ser que soltarlos sea un problema, como sucedió hace años con los ratones blancos de los Dary. Aunque los padres creadores de aquella población que merodeaba alegremente por el garage de la casa hubieran estado inicialmente en una jaula, al reproducirse la creciente familia logró romper la malla, y ya libres se establecieron donde les dio la gana. Era toda una experiencia pararse en la puerta y dejar que se subieran y pasearan por encima de uno con toda la sinvergüenzada del mundo.

Al final, pusieron un letrero en la puerta anunciando que se regalaban ratones blancos y muchísimos niños pasaron recibiendo el suyo, incluyendo los dos que se llevaron mis hijas a casa.

Pero volviendo al Gato Mushi: cuando lo adopté había en casa dos perros dachshund, raza cazadora por excelencia, de manera que instalé al gatito que en ese tiempo no tenía nombre aún, en el cuarto de huéspedes, a salvo de los instintos perrunos. Había que darle biberón cada tres horas para que estuviera bien alimentado y en esos menesteres se estableció una relación materno filial enriquecedora para ambos.

Lo que no pude lograr fue criarlo como gato tranquilo. Quién sabe qué experiencias tuvo antes de llegar a pegarse desesperadamente al muro de la casa, y durante más de dos años anduve luciendo mordidas y arañazos en brazos y piernas, evidencia del afecto que siente por mí.

Tiene un manto gris brillante que cuando se asolea excesivamente tiende a ponérsele marrón, y un collar blanco de pelo suave que se le extiende por el pecho, una cola esponjada que se enrolla delicadamente en la punta. Como la mayoría de los gatos del jardín de la casa posee la forma grácil y delicada de los gatos orientales. El rostro es una especie de triángulo donde brillan sus ojos, un poco más reposados ahora que ya ha cumplido tres años, y sólo se deja tomar en brazos por mi marido y por mí.

Por las noches espera a que la televisión calle sus voces para subirse a la cama, pero tiene un ritual para hacerlo que lo lleva primero a un sofá, luego a la alfombra y sólo al final, cuando cree que nadie lo observa, salta y se acuesta a mi lado. Le gustan la paz y la oscuridad y estoy segura de que es alérgico a la violencia que destilan las noticias.

jueves, noviembre 16, 2006

Mi ascendiente malayo

Cuando era muy chica leía cuanto caía en mis manos. Cierta noche escuché hablar a mis padres después que habernos acostado. La niña ya lee todo dijo mamá. Mmm, contestó mi padre que estaba empeñado en hacerle un apunte al carboncillo. Tenemos que sacar algunos libros de aquí, insistió mi madre. Y a continuación recitó los nombres de los libros prohibidos. Papá estuvo de acuerdo y el fin de semana siguiente nos encaminamos hacia la casa de los abuelos con dos o tres cajas de cartón repletas con los tomos exiliados.

El asunto no me impidió leer nada porque mi tío puso los libros en la librera que estaba en su cuarto; cuando ya asistía al colegio me iba a pasar vacaciones a la casa que para entonces ya solo era de la abuela y me fue fácil leer los libros prohibidos. Pero aún le faltan dos años a la niña para poder contar esa historia.

Mi hermano mayor llevaba a casa toda clase de folletines y libros, además de los que nos compraban. Y en la biblioteca de la casa permanecían todos --una infinidad de libros-- que se habían salvado de la categoría no aptos para menores, en una de las pocas ocasiones en que mi madre actuó como Torquemada. Una Torquemada tropical y benigna.

Así, entre libros serios que francamente no comprendía del todo, pero que me fascinaban por las historias que se escondían entre sus hojas y que percibía a medias, y los folletines de mi hermano Ricardo, mis lecturas entre los cinco y los siete años fueron totalmente diversas y desiguales. No es que mis hábitos en cuestión de lectura hayan variado mucho en ese sentido. Continúo leyendo las cosas más disímiles, y no me arrepiento. Lo que no leo son los libros malos, por lo tanto, los best sellers no aterrizan en casa, salvo casos como Cien años de soledad, que se explican por sí solos.

¡Pero los libros de aventuras! Intercalados con los de Quevedo, que fue el primer clásico que leí por haber encontrado entre las páginas de un libro aquella prosa titulada ‘Gracias y desgracias del ojo del culo’, y luego, su hilarante Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos. Podía avanzar en la lectura de aquel castellano no muy contemporáneo porque mamá nos leía, con cierta frecuencia, de las cartas de Cortés, de Colón, y de otras crónicas de viajeros en América.

Me sentaba en el suelo de la sala con un libro de Góngora, que era todo un arcano. Reconocía las palabras, pero no lo que querían decir. Hasta años más tarde logré saber lo que escondían aquellas frases quebradas a propósito y sentí cierta superioridad cuando logré descifrar su ciencia.

Los libritos de Doc Savage, La Sombra, Nick Carter, El Fantasma, se confundían en mi mollera con otros autores más respetables: Karl May y Emilio Salgari. En los libros de este último encontré cierto sentido a algunos afanes míos que no lograba discernir en aquellos cortos años. Salgari escribía, a finales del siglo XIX, tremendas aventuras sobre piratas y aventureros que entraban a saco en mi fantasía.

Sandokan, el Tigre de la Malasia, el noble malayo a quien los ingleses afrentaron matando a sus padres y robándole el reino, formaba una cuarteta prodigiosa con Tremal-Naik, Yáñez y Kammamuri. Sandokan estaba iluminado especialmente por la luz del romanticismo y toda una novela fue dedicada por Salgari a describir las peripecias del malayo a fin de ganar el amor de la inglesa Mariana. Mariana, como suele suceder en la literatura romántica, murió y entonces un barco fue bautizado con su nombre. El Mariana, protagonista de fieras y sangrientas batallas en el mar.

Asistía a aquellos hombres en sus aventuras una cohorte de malayos, dakayos, siameses filipinos, indios, cochinchinos, javaneses y negros que eran audaces, feroces e invencibles y estaban dispuestos a dar su vida en el combate por recuperar las tierras que les habían arrancado los invasores. El exótico ejército se enfrentaba a ingleses, holandeses y españoles rapiñadores de tierra.

Mi idea sobre la libertad, desde entonces, se concreta en un barco. Y hay algunas personas que, con poca imaginación, han afirmado que mi protagonista Mariana es sólo la inversión de mi nombre. Pero no saben que el nombre de Mariana representa un barco, la libertad total, la rebelión, la sangre, el fuego y la lucha contra los imperios.

miércoles, noviembre 15, 2006

Pasar el aguacero

En 1982, tras la asunción al poder de Ríos Montt, comencé a trabajar de manera temporal en la sección cultural de la embajada de Estados Unidos en Guatemala. Tenía tres hijas a quienes mantener y muy buenos conocimientos del inglés; no quería retornar a un diario porque la violencia se había vuelto intolerable y no deseaba morir ametrallada como le estaba sucediendo a muchos de mis colegas. Estaba al frente de USIS, la dependencia que se encargaba de la prensa y de las actividades culturales, una mujer extraordinaria, Maria Louise Telich.

La llegada a la embajada no estuvo libre de penas. Mi amiga Mariflor Sobalvarro era la persona que tenía a su cargo el puesto de asistente del agregado cultural, pero se hallaba batallando contra un enemigo insidioso que al final le ganó la guerra y la llevó a la tumba. En otra ocasión hablaré sobre Mariflor, una de las personas más valerosas que he conocido.

Mientras ella se sometía a una serie de quimioterapias, tomé su puesto y hasta ahí no había problemas. Le estaba haciendo un favor a una amiga y me lo estaba haciendo yo, que comencé a ganar un dinero muy necesario. Mi dilema vino unos meses más tarde, cuando Mariflor empeoró y tuvo que dejar el cargo para siempre. No podía pensar en quedarme con el empleo de mi amiga porque eso significaba aceptar que Mariflor estaba muriendo; durante muchos días anduve con insomnio. Finalmente y empujada por la presión que sentía en la oficina hablé con Mariflor, le conté mis reparos para sustituirla a sabiendas de que estaba enferma y con su risa característica despejó el panorama para que aceptara el empleo formalmente.

Que era el tiempo de Ríos Montt he dicho, y con eso lo digo todo. Lou Telich no logró soportar las barbaridades que estaban ocurriendo en el país y se rebeló contra su propio gobierno, que apoyaba la actuación del gobierno de facto guatemalteco. Lou adelantó el tiempo de su retiro, se separó de su trabajo como diplomática, y fue a vivir a Washington. Antes de irse, ella y el agregado cultural me aconsejaron permanecer al amparo de la embajada como medida cautelar ante lo que sucedía en el país.

Fue una de las pocas veces en que trabajé en una oficina, y acostumbrada como estaba desde muy joven a reportear durante la mayor parte del día, me fue duro amoldarme a las horas de trabajo entre cuatro paredes. Hubo dos secretarias, Lissette y Grace que me apoyaron muchísimo para llegar a entender y aguantar el mundo de intrigas que se suscitaban en USIS. Después he aprendido que así sucede en todas partes, pero era mi primera experiencia en el género y estaba espantada.

Con todo, trabajar en USIS fue una experiencia agradable. Acostumbrada a comenzar mi trabajo y a terminarlo en el mismo día, rutina habitual de los reporteros, descollaba sin darme cuenta en aquel ambiente burocrático hasta que cierto día alguien me pidió que bajara la velocidad porque hacía quedar al resto del personal como unos haraganes.

Mi trabajo incluyó el ocuparme de organizar y conducir las oposiciones para los aspirantes a varios tipos de becas; realizar todos los trámites para los viajes de conferencistas, escritores y académicos, los de diversos grupos musicales y de danza que visitaban año con año el país; recibir libros, hojearlos y enviarlos a quienes se beneficiarían con ellos; organizar funciones culturales y escribir reportes sobre mi desempeño. La energía me abandonaba cuando debía preparar tales reportes que, a mi juicio, eran una pérdida de tiempo, pero eran parte de los papeles en los que se basaba mi jefe para solicitar fondos para las actividades del año siguiente.

Fui especialmente feliz durante los años en que el agregado cultural y el director de USIS lograron obtener una gran cantidad de dinero para comprar libros. Llegaban los textos en cajas inmensas, y era un placer revisar las listas y definir a qué universidades iban a enviarse. A veces, cuando busco libros para las clases que doy, encuentro en los anaqueles algunos de aquellos volúmenes que fueron pedidos con tanta ilusión y cuando los hallo gastados por el uso me entra una satisfacción pequeñita pero muy luminosa.

lunes, noviembre 06, 2006

Universidad, 1953

La primera vez que entré a la universidad tenía quince años. Yo, no la universidad que andaba por los doscientos años y pico y había sido fundada en la Antigua Guatemala. Era el año en que se abría la carrera de periodismo en la Facultad de Humanidades y pude ingresar a esa edad, y sin haber estudiado el bachillerato, porque uno de los artículos transitorios de constitución de la escuela anotaba que aquellos periodistas que tuvieran entre tres y cinco años en la profesión, a tiempo completo, podían ingresar haciendo un examen de equivalencias. Yo tenía justos los tres.

El director de la escuela era, en ese tiempo, el escritor Flavio Herrera. Lo recuerdo bien con sus elegantes trajes y la boquilla en la mano, distinguido y afable con los estudiantes, caminando por los corredores de la casona de la novena avenida que ahora alberga al bufete popular. En los cincuenta, aquella sede de la Facultad de Humanidades tenía espacio suficiente para todos los estudiantes y nos parecía inmensa. En una de sus amplias salas Flavio Herrera examinó mis conocimientos en literatura, arte, lenguaje y otras varias disciplinas para acreditar como válidas mis nociones humanísticas.

Mis compañeros en el primer año fueron, entre otras personalidades, Luz Méndez de la Vega, guapísima en sus treinta, Pancho Albizúrez, muy discreto siempre, el padre Accomazzi, quien era la palabra divina para una serie de monjas que se sentaban en las últimas filas del aula, Toni Somoza que vino desde Honduras y ya nunca abandonó Guatemala. Una serie de periodistas entre quienes estaban Chilolo Zarco, Tono Ortiz, Carlos García Urrea; otros que ejercían la profesión y además eran ya abogados como Edgar Alfredo Balsells y el Remachón Chávez, uno de los poquísimos diputados dignos que hay actualmente en el Congreso de la República.

En el primer año tuvimos unos catedráticos de primer orden: Pepi Rölz Bennet impartía los cursos introductorios de filosofía y de derecho; el doctor Aguado nos daba lenguaje; Hugo Cerezo Dardón, la clase de literatura universal; la doctora Elisita Fernández impartía psicología y Andrés Townsend Ezcurra, un peruano de treinta y tantos años, bronceado, de ojos verdes, se encargaba del curso de Historia.

David Vela era el catedrático de historia del periodismo; estaba en un momento de su vida en el que tenía dos pares de anteojos: unos para escribir en la pizarra y otros para leer sus notas. Era un quita y pon hipnótico y nos daba sueño a muchos. Enfrenté el problema --puesto que ya sabía mucho sobre el periodismo-- poniéndome unas gafas oscuras y sentándome en una de las esquinas de la fila de atrás, donde podía dormir a mis anchas sin que se notara el desacato.

Ese primer año fue no solo el descubrimiento de la historia, sino de cómo es posible enamorarse de varias personas al mismo tiempo. El gusto por la historia era paralelo a la fascinación que sentía por Andrés Townsend, con quien me topaba en la piscina de Los Arcos después de jugar tenis. Llegaba Andrés acompañado de otro peruano, de apellido Mujica. Ambos eran apristas exiliados en Guatemala. Con ellos me asoleaba y hablábamos de política, de cine, de literatura y de otros temas que no les interesaban a los adolescentes con quienes salía yo. Mi novio, Jorge Bennett jugaba tenis varias horas que yo pasaba con los peruanos.

Andrés comenzó a sentir algo más que amistad porque dio en mandarme a casa, además de libros y discos, orquídeas. Unas cattleyas hermosísimas compradas en el jardín de Marianito Pacheco; firmaba las tarjetas con los nombres de personajes literarios extraídos de los libros que leíamos al mismo tiempo. Mi madre estaba contentísima porque yo tenía un enamorado serio. A ella jamás le gustó Jorge. Y Andrés comenzó a invitarme a tomar el té, los sábados, en ciertas pastelerías repipi que había en la ciudad. Un cortejo de verdad.

No sé qué habría salido de una relación entre un hombre de treinta y ocho años y una joven de quince. Supe --una periodista se entera de todo-- que viviendo en Costa Rica había tenido amores con Eunice Odio y me entraron celos. Los celos naturales que puede sentir una casi niña por una mujer hecha y derecha y además, bella y talentosa. Recalqué la diferencia de edades entre Andrés y yo a mi madre cuando indagaba sobre la posibilidad de un noviazgo.

Años más tarde vi a Andrés en la tele, cuando era el presidente del Parlamento Latinoamericano; ya hacía tiempo que estaba de regreso en su país donde descolló en política. Lo rodeaban una esposa muy guapa y distinguida, y varias hijas adolescentes. Una de ellas, creo, es presentadora de televisión en su país. Supongo que el instinto es mucho más fuerte que la razón, porque nunca he querido dejar Guatemala, mi familia, mis amigos; y un matrimonio con Andrés habría significado irme al Perú. Y lo dejé pasar.