martes, octubre 31, 2006

Fiambre

Como la familia de mi madre era española, no tenía tradición de hacer fiambre, sino de comerlo. Mi padre iba hacia las once de la mañana al restaurante Bianchini --que luego se transformó en Altuna-- y que quedaba en el segundo piso de una casa en la sexta avenida y doce calle de la zona uno. Yo lo acompañaba, y mientras preparaban varios inmensos platos echaba una vistazo sobre la baranda para observar el salón de billares que había en el primer piso.

Me llamaba la atención el ruido de las bolas al chocar. Por entonces estaba muy lejos de prever que años más tarde, en la sede de la APG, pasaría al menos una hora diaria jugando pool de una manera desastrosa para exorcizar las maldades del día de los años setenta y ochenta.

Armados con el fiambre, y metidos en el taxi de Guerrita, como mi abuelo había bautizado al taxista, repartíamos fiambres y llevábamos el último recipiente, rebosante de delicias, a casa. Cuando tenía 16 años, mi amiga María Eugenia Dardón me enseñó a hacer fiambre y desde entonces hasta que mi hija se casó con el dueño de Astoria, siempre disfruté la tarea de comprar, cortar, marinar y comer esa creación sobre la que corren tantas falsedades que, a fuerza de ser repetidas, llegarán a cobrar carta de verdad. Lo cierto es que nadie sabe cómo surgió el fiambre.

Lo que puede decirse es que fiambre significa carne preparada fría y, en acepción figurada, muerto, pasado. Más allá no doy fe.

Afortunadamente para la familia, que es la que se beneficia de pasar buenos ratos reunida, hace años recuperamos la tradición. Ayer recorrí varios supermercados con mi hija Irene para comprar la mayoría de los ingredientes del plato. Luego fuimos a una quesería y más tarde a una salchichonería. La vuelta nos llevó mucho rato porque esta ciudad es un desmadre y cuando llueve, el tráfico se pone imposible. Si Irene no hubiera manejado, no estaría esta mañana en tan buenas condiciones.

Por de pronto se han cocinado las remolachas y las habas están en proceso de ser peladas. Hasta ahí llegamos mi asistenta y yo. Pero dentro de media hora llegarán las hijas y los nietos y entonces los cuchillos y las tablas de picar comenzarán sus funciones. Sylvia lleva la voz cantante en lo que al caldillo se refiere. Hace tres o cuatro años logré meter entre los ingresdientes la canela, que agrega un rasgo diferente al sabor total.

Hoy no se cocina en casa. Comeremos sandwiches y papas fritas, limonada, té café y leche. Alguien, como a las siete de la tarde cuando ya todo esté listo para irse a refrigeración, pedirá cerveza y yo me meteré en cama para ver tele mientras el bullicio continúa en el primer piso.

Mañana, por supuesto, será el almuerzo y todos dirán que este año el fiambre está mejor que el del año pasado, contarán los mismos chistes de toda la vida, añadirán otros que se irán mezclando con la mitología familiar. Algunos todavía no comen fiambre. Entre ellos, mi nieta Daniela que se parece mucho a mí en todo, incluso en lo melindrosa que era cuando niña.

Pero comerán, sin duda, en años venideros. Y todos tendrán la receta de María Eugenia y mía, que ha venido a mezclarse con la de Sylvia y la de su amiga Tefa, y tal vez tenga un poco de la receta de Astoria, y seguiremos siendo felices, aún en los momentos en que estemos tristes y deprimidos, porque la nuestra es una familia de las que se reúnen alrededor de las mesas. Y ya se sabe, esas son las mejores.

domingo, octubre 29, 2006

Mi Biblioteca de Alejandría

En la Wikipedia, esa gigantesca agregación de datos al alcance de cualquier internauta, se dice que casi todo lo que hemos escuchado de la Biblioteca de Alejandría es una utopía retrospectiva. Supongo que así debe ser, ya que lo valioso del pasado siempre queda expuesto a la ilusión de muchas generaciones, añadiendo cada una lo que de su imaginario puede aumentar al mito.

No puedo aclarar en qué estado se hallaba la fábula cuando mi madre la desempolvó para nosotros, pero por ella se alza brillante y fresca en mi recuerdo, y aunque la razón me dice que no es cierto lo que me parece saber de memoria, entro al mundo de las creencias y recorro con la imaginación aquella colección de pergaminos y hojas antiguas que fueron arrasadas en diversos momentos de la historia.

La biblioteca fue fundada en el siglo II a.C. por Ptolomeo II, un ser cuya descripción no puede ser más mítica que aquel edificio lleno de estanterías donde se acumularon los conocimientos: fue rubio, melancólico, detestaba la guerra y se complacía en las ciencias y las artes. En aquella época, buscar el elixir de la vida --empresa que persiguió a lo largo de su existencia y no pudo llevar a cabo-- era parte importante de la ciencia.

Frente al gran palacio donde se albergó la dinastía ptolomeica que gobernó Egipto después de la fundación de la ciudad por Alejandro el Magno, fue construido un palacio llamado Museo porque estaba dedicado a las musas. Allí, la biblioteca creció rápidamente. Calímaco, más recordado en la historia por su condición de poeta fue el primer bibliotecario de Alejandría y se cree que en su tiempo hubo catalogadas medio millón de obras.

En la época de Julio César la biblioteca contaba con 700 mil libros, número de obras que creció con los 200 mil que Marco Antonio le entregó a Cleopatra provenientes de la biblioteca de Pérgamo. Y por causa de la intervención de esos personajes históricos, desde nuestra niñez la biblioteca quedó muy ligada a la historia trágica de la bellísima Cleopatra.

Entre los sabios que visitaron y consultaron o contribuyeron al fondo de la biblioteca están Arquímedes, Euclides, Aristarco, Erastótenes, Apolonio de Pérgamo, Galeno y la destacada Hipatia de Alejandría, muerta a manos de cristianos extremistas en el año 415 de nuestra era. Hay que anotar que Hipatia, una reconocida astrónoma y matemática, trabajó en la segunda biblioteca.

La biblioteca original y la segunda biblioteca debieron afrontar entre otros los siguientes ataques: el incendio de Alejandría, durante el enfrentamiento entre las naves de Julio César y las de los egipcios; la destrucción que en el siglo III ordenó el emperador Diocleciano; y en 391 el patriarca Teófilo de Alejandría, al frente de una multitud, arrasó incluso con el edificio, del que no quedaron más que los cimientos.

En nuestros días los arqueólogos rastrean, entre los tesoros de la antigüedad, el sepulcro de Alejandro Magno y lo que pudo haberse salvado de la Biblioteca de Alejandría, que a juicio de quienes buscan podrían estar en el desierto de Libia. Escondidos en las arenas ardientes los pergaminos y los papiros muy bien habrían sobrevivido a la torpeza y saña de seres perversos, que cíclicamente, y en el nombre de las creencias religiosas, rompen y queman las evidencias físicas, sin darse cuenta de la inmortalidad del deseo de saber en los humanos.

jueves, octubre 26, 2006

Sobre la libertad

En el año de 1977 trabajaba yo para el diario El Gráfico en el periódico de la tarde que llevaba justamente ese nombre: La Tarde. Allí no se trabajaba por cuartilla sino por resma porque habíamos pocos reporteros para La Tarde y había que llenar sus páginas.

Mis fuentes de información estaban en el Palacio Nacional, donde se encontraban los despachos del presidente y de todos sus ministros y sus respectivas cortes. El vicepresidente despachaba afuera del palacio. Las del palacio de gobierno casi siempre fueron mis fuentes, y los corredores y las oficinas forradas en madera tallada del Guacamolón me son muy conocidos. También puedo evocar con nitidez los surtidores de agua de azulejos de sus patios, que solían murmurar todo el día.

Apoyados en las barandas del segundo y el tercer piso esperamos muchas veces noticias de poca monta o sensacionales, y recuerdo con afecto esos plantones en compañía de otros reporteros. Mi vida de periodista ha sido plena, y el calor humano de mis colegas me ha tocado siempre. Fue un ancla a la que aferrarse en aquellas épocas sembradas de terror y de muerte.

Por razones que no vienen al caso, Jorge Carpio, director de El Gráfico y La Tarde salió de mala manera de la Asociación de Periodistas de Guatemala, la única entidad de prensa nacional que existía en ese momento. Jorge era mi amigo desde la época en que enamoraba a su esposa, Marta Elena Arrivillaga, varios años atrás. Jorge tenía grandes ambiciones políticas que lo llevaron a arruinar sus propios periódicos y por las que años más tarde, en un incidente muy confuso, fue asesinado en las cercanías de Chichicastenango.

Pero en 1977 Jorge todavía no se percataba de la equivocación que estaba cometiendo y, en un arranque de despotismo, exigió que todos los que trabajábamos en sus empresas dejáramos la APG y nos uniéramos a una entidad un tanto heterogénea que fundó en compañía de otros periodistas alejados de la APG en diversas circunstancias.

Yo, que había puesto mis pies en la casa que alberga a la APG desde los diez años, y que continúo perteneciendo a la asociación hasta este día, hice caso omiso de aquellos requerimientos del director. La fidelidad es tal vez una de mis características más acusadas. Y ella, sin duda, me salvó de morir en los años siguientes. Pero eso es un enano de otro cuento.

Lo cierto es que a finales del año, Jorge aprovechó la fiesta de las vísperas de Navidad y Año Nuevo para anunciar un aumento general de salarios. Y tras el besamanos de rigor, se dirigió a su despacho no sin antes invitarme a seguirlo. Ya sentado ante su escritorio puso cara de aflicción. Yo era la que menos tiempo tenía de trabajar en sus dominios y como la empresa estaba pasando por dificultades económicas, no tenía otro remedio que suprimir mi plaza.

Ahora no recuerdo si al salir me sentí triste o aliviada. Pero siempre he sabido que la libertad tiene un costo que no todos están en condiciones de pagar.

viernes, octubre 20, 2006

Las mujere tenemos curvas

Las mujeres reales tenemos curvas. No somos esas flacas y anoréxicas escobas en las que nos quieren convertir a fuerza de ofrecernos cosas raras en los medios de comunicación. Cosas raras: los vestidos que llevan puestos las modelos en la mayor parte de pasarelas del mundo. Jamás he visto a una mujer de carne y hueso --es decir, real-- vestir esos sueños mojados de los diseñadores: telas transparentes, o metálicas, o boas improbables que se arrastran por el suelo. De todas maneras, esos adminículos, que no pueden ser llamados de otra manera, se ajustan al cuerpo de la modelo con tape y con alfileres, solo que esa parte del show no se le explica a los asistentes ni a quienes ven las fotos en los diarios más tarde.

Cosa rarísima: el modo de caminar de las modelos, poniendo un pie delante del otro con el consiguiente bamboleo de las caderas. Si las mujeres --o los hombres, que también han sido convertidos en objeto-- camináramos así, los ortopedistas estarían entre los médicos mejor pagados del mundo: articulaciones desencajadas, tobillos torcidos, huesos rotos por las caídas, etcétera.

Ya no raro sino peligroso: la cantidad de drogas ilegales que consumen las mujeres para paliar el hambre y poder vivir de cuatro hojitas de lechuga y un vaso de agua mineral. Cosa insana: las drogas en forma de cápsulas, comprimidos o gel --a veces supositorios-- que las mujeres tienen en casa para expeler cualquier alimento que hayan metido en la boca y que les va a hacer aumentar algunas onzas. Cuando las drogas que provocan diarrea se mezclan con los diuréticos el peligro se acentúa a grados perversos.

Después de unas décadas de sana aceptación de cuerpo y esencia femeninos, que hay que agradecer al feminismo, a los niños de las flores y a la revolución sexual, por ahí por los años ochenta, con el ascenso de los yuppies y del dinero como dios esencial, se reprodujeron las robots que usaban vestiditos negros cortos y ajustados. Pero en los noventa el asunto cobró características nunca vistas y en consecuencia, una gran cantidad de las mujeres en el mundo occidental comenzó a vivir entre una inseguridad casi esencial por el miedo a ser espantosas y el hambre.

La anorexia, la bulimia y la depresión cundieron. Y la descalcificación, la desnutrición y los problemas de salud por una alimentación insuficiente florecieron justamente en la parte del mundo donde hay suficientes alimentos. Los esqueletos ambulantes caminan por las calles al lado de los corpachones gelatinosos de los adictos a las grasas y al azúcar.

El mercado, que es la forma políticamente correcta de llamar al capitalismo, se ha beneficiado con la venta de todos los productos cosméticos o no, para ser o parecer flaca. También se ha llenado los bolsillos con la venta de hamburguesas, pasteles, dulces y gaseosas.

Pero las mujeres no somos ni hemos sido nunca palillos de dientes ni toneles de grasa. Sería interesante reflexionar en lo que somos y lo que necesitamos comer y hacer para estar sanas y felices. Otro día hablaremos de las cirugías plásticas innecesarias que también han hecho muy ricos a los médicos que cortan y pinchan, rellenan y tasajean a las víctimas del mercado y de la publicidad.

lunes, octubre 16, 2006

Los 40 bramadores

Cuando era muy niña mi padre llevó a casa un libro cuyo nombre recuerdo bien: Los cuarenta bramadores. Se trataba del relato de la aventura de un marino solitario, cuyas proezas llevó a cabo en épocas en las que no había radares ni sonares. Había en aquel libro que me gustaría recobrar unas fotografías que contribuían a dramatizar más la historia.

El viajero era Vito Dumas un deportista argentino que decidió darle la vuelta al mundo en su velero, el Lehg II. Un barco de apenas nueve metros y medio que lo llevó por la terrible zona de Los 40 Bramadores, ubicada al Sur del paralelo de 40 grados y azotada permanentemente por vendavales que soplan desde el Oeste.

Antes de ese argentino, me parece, solamente dos embarcaciones habían logrado hacer unos viajes similares, pero no rodeando completamente la Tierra; además, eran embarcaciones mayores, con un capitán y una tripulación completa. Jamás un barco tan pequeño y un solo hombre a bordo.

En su viaje Vito zarpó de Buenos Aires o quizá de Montevideo, no recuerdo bien, para rodear primero el Cabo de Buena Esperanza, la parte más austral de África; luego navegó por el Sur de Australia y Nueva Zelanda en el tramo más largo de su ruta a través del Océano Pacífico. Finalmente, como si no fuera suficiente, dobló el Cabo de Hornos.

Ambos cabos eran reputados como lugares terribles para la navegación por los vientos y tormentas que los azotan constantemente. Para más inri, Vito decidió realizar su periplo con la Segunda Guerra Mundial en pleno auge. Creo que era el año 42.

El libro no atrajo mi atención al principio; no fue sino hasta que una noche mis padres hablaron de la valentía de aquel hombre, que en plena tormenta se había amarrado varios días al timón de la embarcación porque estaba enfermo y tenía que maniobrar entre las embravecidas olas o hundirse con el velero.

Esa expresión del coraje me atrapó y al día siguiente me pegué al libro y no paré hasta terminarlo. Desde entonces hay algo dentro de mí que me exige viajar al Sur a conocer el estrecho y peligroso paso marítimo en la costa del Cabo de Hornos.

Claro que, en cierto modo, he tenido mis propios cabos y los he doblado con firmeza. Pero el llamado hacia el Sur es cada vez más apremiante y no sé si podré ir antes del último Poniente

domingo, octubre 15, 2006

Reiterada infelicidad

Una amiga ha escrito sus memorias --en vez de memorias había puesto memes, las palabras traicionan-- y las dedica a un único tema: lo infeliz que ha sido en su vida. El libro en sí mismo pareciera ser un tratado de la desventura de una mujer nacida en el siglo XX en Guatemala.

Es cierto que se refiere a marido y amantes, pero solamente para sacar a asolear las vivencias dolorosas de tales relaciones. Es cierto que habla de viajes, pero solo para poner de manifiesto lo mal que se ha sentido en aviones, ciudades desconocidas, aeropuertos y otros sitios.

Me parece que podría haberse ahorrado el trabajo de ir rebuscando en la memoria. O tal vez tenía que sacar esos recuerdos para exorcizarlos de una vez. A lo mejor de ahora en adelante podría ser feliz. A lo mejor su felicidad es, justamente, el sufrimiento.

Poco dice de sus hijos, y los hijos suelen ser fuente de alegría. De preocupaciones, sí, pero sobre todo de alegría. Nada habla de sus alumnos, que al igual que los hijos, ofrecen múltiples oportunidades para sentir afectos y aprender de ellos.

Poco o nada relata de las deliciosas relaciones amorosas, que surgen y desaparecen como todo en este mundo. Solo un constante lloriqueo sobre las pérdidas que ella misma anota como sucesos similares en el tiempo.

Salpicadas, por aquí y por allá aparecen unas cuantas experiencias dichosas, que por supuesto, van a morir en el drama que les sigue. A mi amiga no le dio tiempo de subirse al tren del feminismo porque de lo contrario se habría fijado en la gran libertad de que ha gozado. Libertad que le permite exteriorizar sus vivencias, buenas o malas, y dejarlas en blanco y negro.

sábado, octubre 14, 2006

Angustia familiar

Hoy quiero hablar de mi tía Marta. Nació y vivió toda su vida en Chichicastenango. Me gustaba ir a verla y pasar unos días con ella y mi prima Vilma en su inmensa casa situada en una de las partes más altas del pueblo. De niños, los primos nos reuníamos para Semana Santa en Chichi y a varios nos gustaba echar pino en el piso de madera del altillo y poner encima de esa alfombra olorosa y verde los colchones en que íbamos a dormir.

Desde la ventana de mi cuarto en el altillo se veían las torres de la iglesia y los techos de teja de las casas que quedaban al sur. Jamás pude ver el cerro donde se venera a Pascual Abaj porque Chichi está sembrado entre altos montes y las nubes suelen cubrir el pueblo arropándolo entre su grisáceo manto.

De pequeños no prestábamos atención a las cuestiones de los mayores. Salíamos corriendo atropellándonos por las calles y asustando a la gente que veía mal a la bandada de niños gritones cuyas costumbres no eran ortodoxas. Al menos para Chichi.

Ya adolescente comencé a darme cuenta de que mi tía no salía casi nunca, Comía a las horas exactas, acompañándose de unas pastillitas color rosa que siempre llevaba en un bolsillo. Se quejaba de que sufría del corazón y en muy pocas ocasiones la vi bajar la cuesta que conducía al pueblo. Para sacarla era preciso parquear el carro frente a la puerta. Entonces se subía feliz y nos íbamos hacia el río del molino u otro paraje de esos maravillosos donde hacíamos día de campo y ella permanecía muy tranquila bajo la sombra de algún árbol.

Más tarde, cuando ya tuve hijas y llegaba con ellas a Chichi noté que la tía Marta vivía un suplicio: tenía toda una serie de síntomas aterradores, temía morir en cualquier momento y ya no sentía gusto por ir en carro. Años más tarde, cuando un médico me diagnosticó el desorden generalizado de angustia que ha sembrado de horror algunas épocas de mi vida, y que me llevó –igual que a mi tía— hasta la agorafobia, comprendí lo que había sufrido Marta, a quien siempre acusaron de neurótica. Para entonces, Marta ya había muerto y los valiums no le sirvieron de gran cosa en vida.

En estos días me encuentro dejando cautelosamente los medicamentos que debo tomar a veces, cuando la angustia –que es un mal genético sin duda porque varios en la familia la sufrimos—hinca su afilada trompa en mi cerebro y amenaza con dejarme encerrada para siempre.

Y cada vez que la vida, triunfal y gloriosa, le gana el pleito a la angustia pienso en Marta y en sus terribles días.

jueves, octubre 12, 2006

Los amigos, siempre

Si alguna vez llego a publicar mis memorias una de las personas que surgiría en esas páginas con toda la fuerza de su presencia es mi amigo Mario Dary. Tiene ya muchos años de haber muerto en medio de aquella vorágine que nos hundió como personas y como país.

Mario destacó como biólogo e investigador, promotor de muchas causas científicas, académico de primer orden, pero sobre todo, amigo fiel. Además, valiente. En los años más negros de la represión aceptó una candidatura a la rectoría de la USAC, que de ganarla significaba, en aquel momento, una muerte segura. Y ganó la elección.

Qué difícil fue enfrentar a Gaby, su esposa, y a sus hijos que crecieron al lado de mis hijas, en aquella terrible circunstancia.

Prefiero recordarlo como lo conocí: al lado de un telescopio en alguna casa de la zona 5 de la ciudad. Eran los sesenta, por lo tanto, podíamos reunirnos al lado de un aparato que luego se volvió peligroso porque en la noche podía confundirse con un arma, justo en aquellos momentos en que se veía enemigos del gobierno por todas partes.

Compartimos el amor a la astronomía y la pasión por coleccionar conchas y caracoles. La colección de él siempre fue superior a la mía. Mis mejores ejemplares los doné al pequeño museo de historia natural del Jardín Botánico que él impulsó, donde --al lado de la sala donde se hallaban unas inmensas muelas de mastodonte encontradas al final de la Avenida Petapa, cuando la ciudad se convierte casi en Amatitlán-- brillaban en su pequeñez espléndida los caracoles y las conchas con ese lustre que solo la naturaleza otorga.

Con el pasar de los años lo siento más real y a veces me alegro de que se haya ido joven, pero firme en sus trece.

miércoles, octubre 11, 2006

El vikingo del siglo XX

Entre las historias que siempre me han gustado por reales y porque apelan a mi fantasía está la del alemán Alfred Wegener, el autor de la teoría de la deriva de los continentes. Nació en 1880 y a los treinta años comenzó a darle publicidad a su idea de un continente primitivo del que se habían desprendido, a lo largo de eones, enormes fragmentos de lo que llamamos tierra firme. Estos fragmentos vinieron a convertirse en los continentes.

Con los escasos conocimientos de geología de hace un siglo --por falta de instrumentos de medición-- resulta asombroso y refrescante que aquel joven alemán lograra desarrollar una hipótesis que persiste y se matiza lo que preconiza la ciencia actual y que él no pudo prever: la subducción de las placas tectónicas.

Estudió y trabajó dando clases de astronomía y meteorología --dos de mis pasiones varias-- y viajó intensamente. Con su hermano Kurt estableció el récord de 52 horas de vuelo ininterrumpido. Dirigió su atención a muchas disciplinas y por lo tanto, vivió más intensamente que el resto de los mortales.

En 1906 dirigió su primera expedición a Groenlandia, y durante dos años tomó notas científicas de las razones de muchos fenómenos climatológicos, incluyendo la inversión térmica, el origen de los huracanes y de las auroras boreales. Durante su cuarto viaje a Groenlandia, tierra que amó y que siempre tuvo un intenso atractivo para él, salió del campamento donde estaban asentados hacia un terreno costero en busca de provisiones para todos. El día anterior, primero de noviembre, había cumplido 50 años.

Pero no regresó jamás. Había una temperatura de -50 grados centígrados y el viento soplaba cruelmente. Su cadáver fue hallado en la primavera envuelto en su bolsa de dormir y una piel de reno. Le había fallado el corazón.

El gobierno alemán ofreció a su viuda enviar un barco para recupera el cuerpo y recibirlo con honores en su país. Pero la viuda, Else, decidió que permaneciera allí, en el terreno que tanto amó. En todo este tiempo ha estado hundiéndose profundamente en un glaciar y algún día flotará con los hielos, como barco de vikingo antes de hundirse para siempre en el mar.